domingo, 29 de marzo de 2009

A llorar a otra parte

The writer by Blancucha


Muy pocas veces abro los mails cadena. Casi nunca. Pero cuando lo envía una amiga especial, que normalmente no manda ese tipo de correos, no me queda más que abrirlo. Y lo que encuentro es uno de aquellos power point azucarados, repetitivos e incómodos de leer (aparecen las letras de una a una y no hay forma de leerlo rápido!). El tema, las amigas. Y yo lo leo con cierto escepticismo. Es verdad que las amigas son importantes, pero ¿no es para tanto no? Tampoco son las mujeres maravillas que pintan esas páginas. Estoy de acuerdo en valorarlas, pero ese mail me parece una exageración, y lo confirmo cuando, justo al día siguiente de leerlo, necesito urgentemente a una amiga, a la que sea, y ninguna está disponible. Termino saliendo sola. Voy al cine a ver “Women” (Todo sobre las mujeres en castellano). Una película mala, pero alentadora y con una visión positiva, que logra arrancarme unas cuantas risas.
Al día siguiente voy a la playa, y me despido de las olas, de la arena invasiva, del verano. Sigo triste. En la casa, me echo en posición fetal al lado de mi hija mientras ella ve Discovery y come sus tallarines con crema de leche que he preparado. Me acerco a ella para pedirle un beso, pero en la boca. ¡Ay qué rico!, le digo. Y ella me contesta, mami, ¿por qué me lo dices con tanta ternura? Porque en poco tiempo ya no nos vamos a poder dar besos en la boca. Cuando las hijas son grandes ya no les dan besos en la boca a sus mamis. Ella me mira con sus ojitos de amor y me sigue besando, una y otra vez, con más presión. Yo me derrito, y por un momento me olvido de mi pena. 8:30 p.m. apago las luces por el planeta y aprovecho para acostarla. Pienso que no me voy a levantar, pero lo hago. No suelen vencerme estos estados de ánimo. Llamo a mis amigas de la oficina para unirme a un plan de sábado por la noche. Me pongo un jean, un polo discotequero, taco aguja y salgo.

Somos tres chicas solas. Dos divorciadas y una casada que acaba de pasar por un trance complicado con el marido, hace poco descubrió una infidelidad que ya perdonó. Conversamos sin presiones, sin querer indagar más de lo que cada una quiere contar. Tranquilas, sin aspavientos. Hablamos del trabajo, de pequeñas experiencias personales. No es una noche de excesos. Yo tomo un pisco sour de granadilla y mandarina, solo uno, que no deja estragos. Al salir del lugar nos vamos a comer un sánguche a “La Rueda” y luego a pasearnos por el malecón de Miraflores con la música del Grupo Cinco a todo volumen. Ese es nuestro máximo desfogue de la noche. Abrimos las ventanas y, cuando pasamos al lado de algún grupo de chibolos que caminan por la calle, gritamos a voz en cuello. Como es de esperarse, los chicos se emocionan viendo a tres mujeres eufóricas en una camioneta roja (tranquilos, somos tías pero no roba cunas). Y nosotras nos reímos a carcajadas, viviendo nuestro momento de despecho a mil al ritmo de “Quién cura al corazón”, “Adiós amor”, “Te vas” y por supuesto, la infaltable, “A llorar a otra parte” de los hermanos Yaipén.
Llego a mi casa con otros ánimos. Más tranquila. No he recibido ningún consejo, tampoco lo quiero. Solo había necesitado estar entre amigas, hablar de cualquier cosa, reirme, sentir que hay otras mujeres en el mundo que también sufren. Gracias amigas!!!!! Ahora solo me queda prepararme para la rutina de la semana, no me puedo permitir tristezas con una hija que debe levantarse para ir al colegio.

6:15 a.m. suena el despertador. Todos los días me arranca de algún lugar lejano por donde se me ocurre deambular mientras duermo. Y debo volver. Ni un minuto más, menos siendo lunes porque la empleada llega tarde. Corro al baño con los ojos a medio abrir, todavía no logro enfocar bien. Me echo agua a la cara, me lavo los dientes. Regreso al cuarto para prender la lámpara y le pongo las medias a mi hija, todavía dormida. La despierto con besos y caricias. A veces se me ocurre contarle un cuento o hablarle del sueño que tuve. Despierte mi caracolita, le digo entre bostezos. Y ni yo sé de dónde sale ese nombre. Porque los caracoles son lentos ¿no mamá?, me dice, mientras se frota los ojos. Cuando logro ponerla en posición vertical, le quito la piyama en un segundo y le pongo el polo. Y siempre reniego porque el cuello es demasiado chico y debo forcejear para que entre la cabeza, mientras ella teme asfixiarse y lanza unos gemidos de desesperación. Felizmente ese pequeño trance no logra ponerla de mal humor. Se distrae rápido con la tele y corro a prepararle su leche. Si tengo suerte, cuando traigo la leche no se ha vuelto a acostar. La toma toda. Luego tengo que cargarla como bebé, su juego favorito desde hace varias semanas, para llevarla a hacer pichi. Ya en el baño aprovecho para lavarle los dientes. Tengo otro diente flojo mami, me dice ella. ¿Otro más? Anda más despacio hija, recién tienes cinco ¡y ya se te cayeron dos! Regresamos al cuarto por el calzón y el short. Le hago una cola de caballo bien abajo, como a ella le gusta, y dejándole el flequillo a la cachetada que me exige. Le pongo las zapatillas y corro a hacerle su lonchera (un sándwich que nunca termina, una cantimplora de agua y una mandarina). 6:45 apagamos la tele y tomamos el ascensor. 6:50 llega la movilidad y mi niña se va, último asiento de la combi, solita, con su mochila de Aurora. Pego mi cara en la luna polarizada del auto y le digo T E A M O en silencio. Ella pone su manito en la ventana y nos decimos adiós. Un día más.

jueves, 12 de marzo de 2009

Hasta que la vida nos separe

A volar, por Blancucha

Divorcio. Separación. Disolución. Es lo último que pensamos cuando decidimos casarnos, aunque la frase “hasta que la muerte nos separe” cada vez es menos legítima. La vida misma se encarga de separarnos de nuestras parejas, y no tenemos que morirnos para que ocurra, ni porque ocurra. Cásense los buenos, diría el Chapulín Colorado. Los buenos para pelar alcachofas y llegar a disfrutar el corazón sin clavarse las espinas.

El martes pasado mi ex esposo y yo llegamos a la municipalidad (gracias a esa bendita ley que nos ha hecho la vida más fácil) para firmar el divorcio. Así como Dios nos unió, ahora un Dios nos estaba separando, el registrador civil Luis Dioses. No pude más que lanzar una sonrisita a mi ex consorte cuando leí el nombre. Nuestro divorcio está bendecido, le dije.
El proceso fue muy simple. Dioses leyó el procedimiento sobre separación convencional y divorcio ulterior, se tropezó una y otra vez con nuestros nombres y mencionó el número de ley y el reglamento aprobado por Decreto Supremo, además del número de autorización que le permitía ejercer su cargo. Formalismos y protocolos que a mi ex y a mí nos causaban risa. Todo era muy rimbombante, incluida la sala que parecía de los caballeros de la mesa redonda.
También leyó el régimen de patria potestad, visitas, alimentos, tenencia y bienes. Parece mucho, pero lo que firmamos no tenía mayores detalles. Además, carecemos de bienes sujetos al régimen de sociedad gananciales, que en términos simples significa que durante el matrimonio no se nos ocurrió comprar ninguna casa, auto, yate, jet privado o viñedo. Si bien nunca ahorramos un centavo, nos ahorramos el pleito de la división de propiedades. Un alivio en medio de tanta burocracia.

Al final del papelito estampamos nuestras firmas y huellas digitales, y cuando al fin pensé que ya éramos libres, el Sr. Dioses nos anunció que en ocho días recibiríamos una notificación con la separación legal, que hay que inscribirla no sé dónde (se me hacen muy complicados todos los vericuetos legales) y luego debemos esperar dos meses más para recién solicitar el divorcio. Se supone que en esos dos meses tenemos la opción de arrepentirnos. Los Dioses estarían locos si permitieran aquel sacrilegio. Pecado mortal. Arrepentirnos del divorcio sería como arrepentirnos de tener una hija. Finalmente, se inscribe en Reniec y registros públicos y bingo. Ese día habrá que celebrar. Por lo pronto, no nos queda más que esperar y reflexionar acerca de aquel amor que termina en divorcio. El que vemos en los parques, en las canciones románticas, el de las telenovelas y el de la vida real. El que más te pega y más te quiere, el de los vacíos, las taquicardias y las mariposas en el estómago. El de la dependencia y el sentido de posesión. El amor que priva de la libertad. El que manda flores, compra chocolates y dice “te amo” por costumbre. El que exige, domina y siempre tiene expectativas. Nos han dicho que el amor es dar y recibir, pero cuando no llega aquella retribución que esperamos nos sentimos tremendamente infelices y abandonados. Lo que no se nos da no es necesario que llegue, me dice mi ex, el amor no es un negocio, no hay que pagar por amor.

El sentido de posesión es lo que nos lleva al matrimonio y a destruir nuestra individualidad, cuando lo que debería hacer el amor es realzarla. Por algo a los casados se les llama “esposos”, porque están esposados, porque pretendemos que la pareja sea nuestra y de nadie más. Queremos vernos todos los días hasta destruir el significado de extrañar. Soportar frustraciones ajenas, sueños postergados, cargar varias maletas de traumas que trae la pareja y sumarla a las nuestras. Tolerar manías y malos humores (en los dos sentidos del sustantivo). Tener que ganarnos a la familia política y convertirnos en verdaderos políticos para salvarnos de los estados de emergencia. Cumplir con un riguroso contrato de exclusividad sexual con la pareja. Estar obligados a compartir la cama, los tan manoseados y difamados controles remoto (que cada vez hay más), el ¡water! Dar explicaciones de nuestros horarios o antojos, sentirnos culpables por nuestros vicios o fumarnos y bebernos los vicios ajenos. Ser solidarios y también comer la pepa del rocoto cuando nuestro partner se quiso hacer el valiente. Y para las mujeres, cargar la barriga de los hijos, subir veintitantos kilos y soportar la ley de la gravedad en nuestros fabulosas y sexys glándulas mamarias (que nunca más serán fabulosas ni sexys si es que no recurrimos al cirujano). Y todo eso bajo la presión de llevar un buen matrimonio, como el de nuestros padres (los que quisieron hacernos creer que tuvieron uno bueno y fueron verdaderos mártires) o como el que no tuvieron nuestros padres. En ambos casos salimos perdiendo.
El matrimonio es para los valientes, para aquellos que saben por experiencia lo difícil que es el tango, pero aún así se lanzan a la pista de baile. Los que practican todos los días por tratar de acoplarse al cuerpo de su pareja. Los que encuentran el ritmo pisándose los pies. Los que se enredan y aún así se atreven a girar, siempre mirándose a los ojos. Aquellos que aprenden a hacer las pausas en el momento preciso, ajustar con fuerza y dominar la ansiedad. Los que juegan al cortejo, llevando y dejándose llevar. Los que aprenden a ser ligeros e intensos a la vez. El matrimonio es un verdadero show de destreza que pocos están preparados para asumir.
Bien decía Osho: la sociedad debería crear todas las barreras posibles para el matrimonio y ninguna barrera para el divorcio. Y la ley debería exigir a las parejas que convivan por lo menos dos años antes de firmar el papelito. Elegir a la mujer o al hombre de tu vida cuando no estamos lo suficientemente maduros es como querer elegir una carrera a los diecisiete años. Lo más probable es que nos equivoquemos. Y si es así, por qué aferrarnos a un amor muerto que alguna vez estuvo vivo. No seamos mendigos del amor. Así que, si estás divorciado o en proceso de divorcio, ¡bienvenido al club! Y acéptalo de una vez, con buena cara. Algo bueno está por suceder.