lunes, 29 de diciembre de 2008

Lo que leí, lo que viví

Hace unos años tengo la costumbre de hacer los paquetes navideños la noche del 23 de diciembre. Después de acostar a mi hija, me apodero de la mesa del comedor, desparramo a mi alrededor todos los regalos (que no son muchos, ni muy caros, pero hacen bulto en el árbol), los papeles, bolsas, cintas, lazos y demás chiches que me sirven para decorar. Aquí vale todo, normalmente saco de mi clóset cajas y bolsas —con lazos incluidos— que me van regalando durante el año y, pensando en el medio ambiente, en mi economía y en la practicidad del asunto, las reciclo. Pero lo más placentero de esta costumbre navideña es hacer mi tarea con música de fondo. El álbum de navidad de Diana Krall es el elegido. Cómo no emocionarse con la nostálgica “Have yourself a little merry christmas” o no saltar de la silla con la festiva “Jingle Bells”, con el estilo inconfundible de la rubia de Woody. Y claro, mientras armo paquetes y dedico tarjetas al ritmo del “christmas jazz” pasan por mi mente todas aquellas personas a las que amo. La Maya se pone sentimental. Y como no estarlo, sobre todo después de la influencia del libro que acabo de terminar: “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” de Murakami. Aunque me averguenza decirlo, debo confesar algo, este libro lo comencé a leer hace cuatro meses. Sí, así como lo leen, cuatro meses. Es verdad que se trata de una novela voluminosa, pero leerla así ha sido parte de un proceso, de una muerte lenta y de un renacer. Este ha sido el libro que me ha acompañado casi la mitad del año: en la almohada, el sillón de la sala, en la oficina, los taxis, las salas de espera de los bancos y de los médicos, en la playa. Y aunque quería terminarlo, también me daba pena y por eso le daba largas. El libro está lleno de símbolos, es un viaje interior complejísimo, con una sabiduría que solo puede provenir del otro lado del mundo. Tooru Okada, el protagonista de la novela, es un hombre que actúa guiado por sus instintos, siguiendo su corazón, confiando en la existencia. El señor pájaro-que-da cuerda ama incondicionalmente. Es un hombre simple, inocente, que sabe tomar distancia de sus emociones para comprender sin juzgar. Llega hasta el fondo de un pozo (literalmente) para rescatar a su amada y la espera con paciencia hasta que sus heridas sanen. Sin duda, un personaje adorable, un hombre que solo puede existir en la ficción.
Lo interesante de Murakami, y de este libro en particular, es la atmósfera fantástica que te hace respirar, dentro de un mundo simple y cotidiano. Pero no pretendo hacer una reseña del libro, solo que me emociono cuando recuerdo la habilidad del autor para hacer que cada suceso esté salpicado de magia y misterio, demostrando que la vida está tejida con finos hilos que se entreveran, y que todo lo que ocurre se interconecta.

Estoy convencida de que el mejor regalo que uno puede recibir en Navidad —aparte de ver la cara de tu hija abriendo la Barbie Princesa de Diamantes que tanto quería— es un libro que te acompañe, que pinte de colores tus días y noches, que te haga partícipe de un mundo ajeno y que a la vez te invite a reflexionar para ir cada vez más adentro de ti mismo. Un libro que te obligue a llevar una libretita para hacer apuntes, que te inspire para conquistar a alguien, que te de tema de conversación o excusa para escribir un post. Un libro que no solo aumente tu lista de leídos o que llene tu biblioteca, sino también que forme parte de tu historia personal. A veces, cuando reviso los libros de mi modesta biblioteca, recuerdo lo que viví en la época que los leía, cómo era mi vida, cuáles eran mis sueños. Lo curioso es que me acuerdo de todo eso, pero no de las historias que cuentan sus páginas. Mi memoria literaria es frágil y traicionera. La ventaja es que tengo la capacidad de volver a leer aquellos libros como si fuera la primera vez, con la garantía de que sé que me impactaron de alguna manera.
Pero ya pasó la navidad y este consejo de regalar libros llega un poco tarde. Lo que sí puedo recomendar es hacer una lista de los libros que leeremos este año o poner en fila y en orden de prioridad —como ya lo hice desde que volví de viaje con una buena cantidad de invictos literarios— todos aquellos libros que están en lista de espera.

Espero que este año sea un año de buenas historias: intensas, vibrantes, cargadas de emociones. Son mis mejores de deseos para mis contados lectores, mis anónimos admiradores, mis antiguos amores y para los valientes que vendrán.

Aquí les dejo el videíto de la Krall navideña. Disfrútenlo.

martes, 9 de diciembre de 2008

Cena para dos

Por qué será que siempre cuando estoy sola aparece Leo de alguna manera. Ya sea en una película, una canción o en mis antiguos mensajes de texto. Ayer me lo encontré en plena cena. Mi hija había salido con su papá y su abuela y yo me quedé sola en casa. Y para celebrar mi soledad fui al súper a comprar algo rico para el almuerzo. Almorzar sola es un placer, aunque otros digan que es horrible. A mi me encanta, sobre todo por los preparativos. Buscar en las góndolas algo que me provoque, cocinar sin prisa y con buena música. Beber vino mientras el vapor de la olla me pide a gritos que eche la pasta. Sí, esta vez volvió a ganar la pasta. Aunque en un primer momento estuve tentada de comer algo tan práctico y deliciosamente simple como un choclo serrano con salsa huancaína, me incliné por algo más gourmet. Mis bucatini número 9 de Barilla me esperaban en oferta y la salsa a lo Alfredo, perdón, a lo Leo, se encargó de bañarlos con honores. Leo apareció con el vip vip del correcaminos de mi celular, en el preciso momento en que degustaba mi tinto:

- Mediar los juerdos ke antevienen descopados en un estedio de lemos y artalegos gremicos… andul avanes masman permigones formicos, y el orme aplaga bestios ares.

Recién estaba paladeando la primera copa de vino, no podía estar borracha. Volví a leer. A los dos minutos llegó otro mensaje:

- Aki este lobo estepario reportándose, extrañándote, meditando la incomprensión infinita de no poder verte. Comprensible, pero humanamente insoportable. La última vez que te vi fuimos tan represivamente correctos, patéticamente ejemplares, tan distantes, tan nosotros. Te extraño, extraño tu presencia, tu ser, tu tridimensionalidad en todo su esplendor!

- Este mensaje merece un brindis. Te acabo de servir una copa de vino. Brindo por ti, por conocer a un Leo tan Leo como tú. ¿Dónde andas?

- Escuchando a Sabina en un tercer piso, entre cuadros, un ekeko, un pingüino y un hongo. Un momento necesario.

- Para admirar, para contemplar. Te entiendo. Yo hago lo mismo con mi soledad, busco la belleza.

- Bella: Que tiene belleza. Belleza: Armonía física o artística que inspira placer y admiración, sobre todo a los Leos. Leo: Dícese del ser imprescindible y nocturno que suele enamorarse de imposibles, generalmente de mujeres con nombre de abeja. Ser mamífero, místico y contemplativo, hacedor de sueños y creyente de ilusiones. Vegetariano incomprendido, ilustre desconocido, monógamo frustrado, salvaje domado, triángulo de dos lados, sotuto urbano.

- Maya: Dícese del ser volador que se alimenta con la intensidad de los Leos. Coleccionista de amores, carnívora incomprendida, polígama frustrada, aprendiz de madre, bebedora solitaria. Mujer pantera.

- Mierda mi Lea, estamos agarrando ritmo. Cuántas copas vamos?

- Dos. Y la pasta está buenísima, no sabes lo que te pierdes.

- Sí sé, despiertas en mí los instintos más primitivos que guarda nuestra traginada especie durante todos estos largos y decadentes años de evolución.

- Recuerdas la caja que me regalaste? La vez pasada estalló en mi cara como una verdadera bomba. Me pareció verte tan claro entre tus pinceladas, las palabras y aquel collar de piedras de colores.

- Cómo olvidarlo. Todavía recuerdo lo que decía la caja: el silencio, la música, el dolor, el pisco, la belleza, el amor, la felicidad, el sexo, la poesía y la vida en exceso es dañino para la salud.

- Así es, pero en esa caja había mucho más que eso…gracias por acompañarme en esta mi cena solitaria.

- De nada mi Maya, espero que nunca dejes de leerme. Eternamente “no tuyo”. Leo.



miércoles, 26 de noviembre de 2008

Corte de pelo

Mi hija quiere ser Rapunzel. Está con el pelo largísimo y no hay forma de convencerla para llevarla a la peluquería. La última vez salió llorando del lugar porque me empeciné en hacerle cerquillo. Cuando se miraba al espejo se levantaba el pelo de la frente con rabia y me decía, ¡mamá, quiero mi peinado de antes! El pelo crece hijita, le contestaba yo, sin adivinar que también crecería su odio hacia el peluquero.

Asumo que habrá pasado un año desde ese episodio, tiempo suficiente para cortar con su trauma. El pelo le llega a la cintura, lo tiene lacio y en las puntas se le forman unos bucles coquetos que cuando los estiro alcanzan su rabadilla. Por supuesto, ya no existe el cerquillo sino un sensual peinado a la cachetada que intento controlar con ganchos (no aptos para lacias) que siempre terminan colgando por algún lugar de su alborotada melena. Esa fue la razón por la que decidí hacerle un flequillo cómodo, para acordarme que tenía dos ojos y tirar a la basura aquellos ganchos resbaladizos.

Desde hace un buen tiempo, todos los fines de semana me digo lo mismo: este es el día. Pero como siempre tengo mil cosas que hacer, al final termino aplazando la cita con las tijeras. Aunque la verdadera razón por la que evado al peluquero es porque no quiero amargarme el fin de semana llevando a la niña a rastras o hacer una intensa chamba de negociación que termina dejándome exhausta y con la billetera vacía. Así que para hacer tiempo en el largo trayecto que será llevarla a la peluquería (imagino lo que será la cita con el dentista, ¡por Dios!), decidí ir yo. Ya me tocaba, parecía que me había solidarizado con la rebeldía de mi hija y estaba siguiendo sus pasos, ¡parecía virgen de pueblo! ¿Cuándo había sido la última vez que visité un salón de belleza? ¿Seis meses? ¡Horror!

Decidí sacar una cita con Carlo, un estilista de moda. Dos amigas del trabajo se cortan con él. Es churrísimo, me dijeron, ¡y no es gay! Yo solo quería verme diferente y necesitaba una buena mano, así que el cacharro o la opción sexual era lo de menos.
El mismo día que llamé por teléfono separé el horario de 2 a 3 de la tarde. Corrí mi hora de almuerzo pensando, ilusamente, que por tratarse de una peluquería cara serían puntuales. Por supuesto llegué a la hora acordada y tuve que esperar sentadita con revista en mano, alrededor de una hora, mientras el susodicho terminaba de cortarle el pelo a una clienta. Me gané con todo el parloteo. Que no tienes que matarte haciendo ejercicios, solo tienes que comer poco pero varias veces al día para no engordar. Mírame a mí, le decía él a la señora entrada en carnes. Y efectivamente, el sujeto era un alfeñique, demasiado flaco para mi gusto, de pelo rizado y amarrado a la loca en una media cola. Por dónde estaba lo churro, no sé. Creo que porque era argentino mis amigas cayeron rendidas con su acento. Bonitos ojos, sí, debo reconocer. El caso es que se pasó mi hora de “almuerzo” y tuve que llamar a mi jefa para decirle que me iba a demorar un poquito. Ah no, me dijo, tienes que venir… ¡pero regia!

Cuando llegó mi turno, el hombre me preguntó qué quería con mi pelo, aunque él sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo único que le dije es que no me gustaba muy corto ni esponjado. ¡El secreto está en el movimiento!, tu pelo necesita movimiento y vida, me dijo. Ahora lo tienes aplanado y opaco con tanta crema para peinar. Es preferible el volumen a tener un pelo muerto. Yo me quedé calladita, quería dejarlo trabajar. Lo peor que me podía pasar era que después tuviera que usar el doble de producto para controlar el frizz. Así que me senté confiada frente al espejo y dejé que me pusiera un babero gigante y atigrado. Fue divertido verlo trabajar. No encontraba los clips que buscaba con desesperación en las gavetas, se le caían el peine y las tijeras (creo que lo puse nervioso), alzaba los mechones concentradísimo, con una seriedad dramática, y mis rizos desteñidos volaban traviesos, formando un círculo a mi alrededor. Lo que más me gustó fue ver cómo cortaba con la tijera en forma vertical, con una agilidad juguetona, moviendo los brazos como director de orquesta. Y el toque final fue el mousse. Tu pelo se va a acostumbrar al producto y lo vas a poder controlar como tú quieras. Y por favor, agregó, ¡olvídate de la rayya al medio!

La visita al peluquero cumplió su cometido, momentáneamente. Salí sintiéndome regia, diferente, con olor a nuevo. Por la noche llegué a mi casa entusiasmada, con la intención de que mi hija se anime al corte de una buena vez, después de ver a su mami con un nuevo peinado. Entré al baño donde ella estaba chapoteando y se quedó mirándome largo rato, tratando de adivinar qué había pasado conmigo. ¿Te gusta? —le dije, moviendo la cabeza como Verónica Castro—. ¡No mami! ¡Quiero tu peinado de antes! ¡Es mi nuevo corte hija! ¡No me gusta!, repitió molesta. De pronto, me sentí irritada y me vi a mi misma haciendo puchero, ¡me había ofendido con el comentario de una niña de cinco años! El colmo. ¿Había ido para convencerla o para obtener su aprobación?

Al cabo de un par de días las dos nos acostumbramos a mi nuevo look. Ella no volvió a mirarme raro y yo ya no me sentía tan regia como al principio. Es verdad que mi pelo está sano, nada esponjado y con los rizos definidos —debo reconocer la maestría del estilista—, pero sigo siendo yo. Y así será siempre, aunque me empeñe y luche contra la corriente. Lo que sí puedo hacer es conseguir un mousse para manejar mis emociones, para observarlas desde afuera y dejarlas fluir. Como dice Carlo, ¡el secreto está en el movimiento!

miércoles, 12 de noviembre de 2008

My pineapple night

¿Qué es lo que comes cuando te sientes abatida por la vida? ¿Helados? ¿Chocolates? ¿Comida chatarra? Y qué pasa cuando estás abatida y encima a dieta, se produce una verdadera revolución en tu cerebro. El sábado pasado fue mi día pico de crisis, un viejo amor se casaba. Era la boda de mi mejor amigo y justo coincidía con el inicio de una dieta estricta (ya se avecina el verano que no perdona rollos ni celulitis), así que no podía atragantarme con chocolates y tortas para aminorar la pena.
Mala mezcla. Depre y dieta no van juntas. Necesitaba glucosa a como de lugar para calmar mi ansiedad y levantar el ánimo. No en vano dicen que el chocolate estimula el sistema nervioso y contiene la misma sustancia que se produce en el cerebro cuando estamos enamorados (feniletilamina). Pero no podía caer, entonces recurrí a un paliativo. Fui a Wong y compré la piña golden más grande y apetitosa: madurita, amarilla, brillante, a punto de estallar de dulzura; y busqué en mi pequeña colección de dvds alguna película para matar la noche. Tenía varias sin estrenar, además de algunas cintas antiguas muy buenas, pero no me provocaba nada denso, trágico o violento. Inclusive Woody Allen me parecía demasiado para ese momento y, pasando de Orson Welles a Fellini y Chabrol, me encontré con un dvd que me llamó la atención, parecía que era la primera vez que lo veía. Era del director Wong Kar Wai, primer punto a favor, y el nombre de los actores terminó por convencerme: Jude Law y mi cantante favorita, Nora Jones, la que me acompaña en mis tediosas sesiones de pesas en el gym. A lo que no le di mucha importancia fue al título del film, que estaba en castellano (“El sabor de la noche”), y recién cuando puse la película me di cuenta de que mi inconciente me había jugado una mala pasada. El nombre en inglés era “My blueberry nights” y durante los primeros veinte minutos del film los personajes principales se dedican a comer y a comer. Ella, un apetitoso pye de blueberrys y él, algo parecido a un pye de limón. Así empieza el romance. Lo gracioso es que cada vez que los protagonistas se encontraban en el café de Jeremy (Jude Law), y luego de comerse un pye entero cada uno, ella se quedaba dormida en la barra con la boca manchada de crema, como si se hubiera emborrachado con el pye (en ningún momento vemos que bebe una gota de alcohol, aunque lo sugieren con esa toma).
La trama de la película es simple. Elizabeth (Nora Jones) hace un viaje de casi un año por Estados Unidos para huir de una decepción amorosa y, gracias a las experiencias dolorosas de otros individuos que encuentra en su viaje, logra superar su pena. Lo que no sabía era que solo tenía que cruzar una calle, saliendo de su departamento, para encontrar el amor, detalle que me hizo acordar a Angel y su perseguida flor de los siete colores. Pero, más allá de la historia y de la buena interpretación de los actores, lo que más emociona del film es la forma en que transmite las emociones gracias al manejo de la imagen, tratada como una verdadera obra de arte: la oscuridad en contraste con los colores saturados, que le dan un mood de ensueño, fortaleciendo la idea del viaje interior del personaje; los encuadres sumamente originales que, incluso, en algunos casos, te distrae de la trama y de los diálogos; la inserción de tomas rápidas de primeros planos del arándano bañado en leche (o eso parece) para transmitirnos el placer que están sintiendo los protagonistas en sus noches de tertulia. Y, por supuesto, la banda sonora. Definitivamente hice una buena elección con esta película y, aunque quería comerme la pantalla, me sentí aliviada, igual que Elizabeth, después de ver las desgracias amorosas de los demás. Me di cuenta de que lo mío pasaba piola. Eso sí, gracias a esta película he sumado una imagen a mi lista de fantasías amorosas: que un hombre —como Jude Law, por supuesto— me despierte con un beso después de haberme emborrachado con una deliciosísima torta de chocolate (me permito cambiar el ingrediente porque no soy fanática de los arándanos). Qué puede ser más tierno, más dulce, más cinematográfico. Y claro, en mi fantasía no puede faltar un detalle, una buena cantidad de colágeno para que mis labios luzcan igual de carnosos que los de la Jones.

Qué imagen adorable, enamorarte con un dulce de por medio, de alguien que te escucha y te apapacha. De un amigo. Por eso digo que es imposible que exista la amistad entre hombre y mujer. Siempre alguno termina involucrándose con el otro, más allá de una relación meramente amical. Y si ocurre con los dos pues ¡lotería! En mi caso, en dos ocasiones he tenido que bajar del coche a dos mejores amigos, y tristemente terminar con la amistad. Solo una vez me ha pasado lo contrario. Fue lo que me ocurrió con Abel.

Hace tiempo lo conocí por temas laborales e iniciamos una bonita relación solo por mail. La amistad fue creciendo y mi corazoncito latiendo, aunque él me contaba de su relación con su enamorada y yo le relataba acerca de mis experiencias fallidas o de mis nuevos salientes. Nos entendíamos a la perfección. Teníamos los mismos gustos, los mismos objetivos y hasta coincidíamos en nuestros sueños y planes de vida, así que seguimos carteándonos y chateando más o menos por un año. Nos contábamos todo y nos consolábamos cuando uno de los dos tenía un problema. Casi nunca nos veíamos personalmente porque sabíamos que existía una fuerte atracción entre nosotros y ninguno de los dos se atrevía a proponerlo, pero el día que me contó que había terminado con la novia me animé a dar el primer paso. Le envié una torta como regalo de cumpleaños a su oficina, el mismo día de su santo. Los hombres normalmente no son fanáticos de los postres, suelen reemplazar la adicción del azúcar por la del alcohol, pero este chico me hacía la competencia en mi dulce debilidad. Y el detalle de la torta era que, se suponía, la había hecho yo. No podía decirle que mi mamá era la verdadera autora de aquella delicia y dejarla como una Celestina. Así que tuve que mentir por partida doble. A él le dije que mis manitas habían hecho esa bomba adictiva rellena de fudge y Nutela, y a ella le dije que era un regalo para una amiga de la oficina. Abel quedó encantado con el detalle y me invitó a su departamento para compartir la torta, claro, con una copita de algo más. Recuerdo que esa noche fue una de las más dulces y estimulantes de mi vida, y también una de las más crueles y decepcionantes. Nos sentamos en la mesa de la cocina de su departamento, bastante acogedora y amplia, y nos dedicamos a cucharear la torta directamente de la fuente. Era la tercera vez que nos veíamos y nos sentíamos muy raros hablando mientras no mirábamos a los ojos. Pero algo no andaba bien, no sólo olía a chocolate en el ambiente. El me lo explicó en pocas palabras: He vuelto con mi novia y me voy a casar. Quiero que esta noche sea nuestra despedida. Sentí que la torta se me atracaba en la garganta y que mi corazón era una barra de chocolate amargo partido en mil pedazos. Además, la mezcla del traguito ese, pisco para ser más exactos, con el dulce estallaron en mi estómago y lo único que quería en ese momento era salir corriendo. Pero él no me dejó. Nos abrazamos, nos besamos y nos despedimos entre lágrimas. Yo no quise llegar más allá.

Así fue mi pineapple night. La pasé viendo una película que lo único que hizo fue hacerme revivir aquel evento desafortunado, mientras mi “mejor amigo” estaba celebrando a lo grande. Pero, le saqué algo positivo al asunto. Logré encontrar respuestas en las experiencias ajenas, aunque ficticias, con ciertos momentos de acidez que me hicieron pestañar, pero satisfecha por no haber caído en la tentación de lanzarme al refrigerador para devorar el manjar que tenía guardado para los panqueques de mi hija. Así que la próxima vez que esté abatida y a punto de salir de mi dieta, ¡piña!, nada mejor que ese diurético natural que hace eliminar mi líquida ansiedad.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Por siempre Cenicienta

Mi hija, de cinco años, me pidió un disfraz nuevo para Halloween. Primero quería el del hombre araña, luego el de La Sirenita y finalmente se decidió por el de Cenicienta. Es increíble cómo las niñas de ahora también se sienten fascinadas ante la imagen de la pobre empleada que, de pronto, se convierte en princesa, aunque las mamás de hoy ya no tengan mucho que ver con las mamás amas de casa de antes. Pero muy aparte del tema de la novela mexicana, lo que yo le digo siempre es que antes de que Cenicienta se case con el príncipe primero los dos estudian, trabajan y se conocen bien. Pero mamá, ¡es un cuento!, me responde ella. Y no me queda más que decirle, ok hijita, como quieras. Precisamente se queda pegada con el cuento porque no tiene nada que ver con la realidad, y ella lo sabe.

El viernes, saliendo de la oficina, la llevé a elegir su disfraz. Había miles, pero ella apenas vio el vestido celeste de Cenicienta no dudó un segundo. ¡Ese quiero mami! Pero no has visto los otros, mira, tienes para elegir. ¿No te gusta el de Sirenita? No. Quiero este, me dijo. Mira el de mariposa o el de hada madrina. No, no, quiero este, repitió. Me maravilla la seguridad con la que habla mi hija. Cuando le gusta algo, no tiene ninguna duda. Su elección es inmediata, no como yo, que cuando entro a una tienda me paso horas hasta decidir qué comprar. Es insoportable salir de compras conmigo. Pero ella, nada que ver con la mamá, al toque se decide y sale segurísima con su compra, feliz de la vida.
Cuando llegamos a la casa se probó de inmediato el vestido celeste, se puso la corona y los tacos de plástico. ¡Mamá, tenemos que construir una escalera para Cenicienta! Pero hija, tenemos ocho pisos de escaleras para elegir. ¡No, es que esas no se parecen a las del cuento! Y después de varios intentos fallidos de armar una escalera con las sillas de mi comedor (que ya piden chepi por servir de trencito, tocador o cama para sus muñecas), se tuvo que conformar y salimos a las escaleras. Bajó una grada y dejó caer su zapato. Yo hice de príncipe, recogí el zapato y ella corrió alzando su vestido. ¡No no, por favor bella dama, no huya, yo la amo! ¡Estoy enamorado de usted! ¡Vuelva! Luego ella se sentó y me alargó el pie para que le coloque el zapato. ¡Usted es Cenicienta!, dije asombrada. Y ella se levantó de un salto, lista para repetir toda la pantomima otra vez.

¿Sabías que tu mami es una cenicienta moderna? ¿Ah sí? y el príncipe es mi papi no? No hijita, ¡cómo crees! Tu papi ya tiene otra princesa amor. Mira, te voy a explicar, le dije. Antes la mami hacía todas las labores del hogar, igual que Cenicienta, pero un día decidió que quería cambiar su vida y llamó a su hada madrina, la abuelita, quien le dio los mejores consejos para convertirse en princesa. Primero la llevó a comprarse ropa bonita y luego insistió mucho para que aceptara un trabajo que le estaban ofreciendo. ¿Y sabes cuál era ese trabajo? ¡Cuál mami, cuál! Un lugar en donde hacen cosas para que las mujeres se sientan princesas, en donde venden maquillaje, cremas, perfumes y todo lo bonito que a las mujeres nos gusta usar. Y la mami aceptó el trabajo y se convirtió en una Cenicienta moderna amor. Las Cenicientas de ahora no necesitan príncipes para ser princesas y ser felices, ahora necesitan un trabajo para ser independientes, así como tu mamá. ¿Qué te parece? Ella no se veía muy convencida. Noooo, me dijo riendo, ¡es que tú no eres una princesa de verdad pues! Además, ¡las princesas no trabajan! Ante esa respuesta, me rendí y preferir no insistir en el tema. Pero hoy, a la hora del almuerzo, no me pude aguantar las ganas de preguntarle qué quería ser de grande. Necesitaba comprobar si mi discurso había dejado alguna huella en ella. Antes, cuando le hacía esa pregunta, ella me contestaba: quiero ser mamá. Está bien hijita, puedes ser mamá y también puedes hacer otras cosas que te gusten mucho, le decía yo. No, yo solo quiero ser mamá, insistía. Pero ahora ha cambiado de parecer:

—Ya no quiero ser mamá.
—¿Ah si? ¿Y por qué ya no quieres ser mamá?
—Porque duele mucho y se te caen las tetas mami.
—Sí hijita, duele —dije, aguantándome la risa—, pero hay muchas mujeres que tienen hijos. ¿No debe ser tan terrible no? Y existen operaciones para las tetas, no has visto a la tía Maura?
—Sí, pero eso también duele.
—Bueno, entonces, ¿ahora qué quieres ser de grande?
—Quiero ser nana.

miércoles, 22 de octubre de 2008

París te amo

Maura se está recuperando, de la pérdida y de la cirugía. Y yo la acompaño, como fiel amiga (a ello se debe mi alejamiento del blog por tanto tiempo). El fin de semana fui a su depa para asistirla. Yo tenía que ayudarla a levantarse de la cama, llevarla al baño, subirle y bajarle el pantalón, alcanzarle las pastillas, el vaso con agua, llevarle la bandeja de la comida. Mientras tanto, mi hija se divertía con todo el set de plumones, colores y pinturas que Maura tiene en su estudio (es diseñadora gráfica).
Conversamos mucho, eso podía hacer sin dolor (físico) y también vimos una película. Ella eligió “París te amo”, que cuenta veinte historias distintas desarrolladas en diferentes distritos de París y dirigidas por los directores más reconocidos del último tiempo.
Maura se identificó con el primer corto, dirigido por Bruno Podalydes, en el que un hombre se pregunta qué es lo que no funciona en él y por qué no puede hallar el verdadero amor. Al inicio de la historia el protagonista está tratando de cuadrar su auto en las estrechas calles de Montmartre y, de repente, una mujer se desmaya en plena calle, al lado suyo. ¿Acaso este sería el amor que había estado esperando durante tanto tiempo?
Entre las historias que más me gustaron están la de "La Bastilla" (Isabel Coixet), en la que un hombre se reenamora de su esposa tras enterarse de que a ella le quedan pocos meses de vida; la de "Place des Victoires" (Nobuhiro Suwa), protagonizada por Juliette Binoche, quien interpreta a una madre que le da el último adiós a su hijo muerto; y la del "Tour Eiffel" (Sylvain Chomet), en la que un mimo, detenido por la policía por alterar el orden público, se encuentra con otra mimo en la comisaría, que resulta ser su alma gemela. Pero, sin duda, la mejor historia la dejaron para el final y es con la que me sentí más identificada. "14th Arrondissement", dirigida por Alexander Payne, presenta a una solitaria turista norteamericana que entiende el significado de la vida y se descubre a sí misma en un parque en París. Pero qué dices —exclamó Maura—, ¡qué imagen tienes de ti misma! ¡Cómo te puedes identificar con esa gordita poco instruida y que no tiene ni un perro que le ladre! Lo que me emocionó de ella fue que logró experimentar la tristeza y la dicha a la vez. Aceptó su soledad con alegría y vivió un instante de plenitud. Esta mujer simple, que narra su experiencia con mucha sencillez e inocencia (en su recorrido por el cementerio de Montparnasse confunde a Simone De Beauvoir con Simón Bolívar) tiene un momento de iluminación realmente conmovedor. París la hace redescubrirse y la entiendo perfectamente. Hace unos meses estuve ahí y no puedo más que ponerme cursi y darle la razón a todos aquellos poetas y narradores que no descansaron hasta irse a vivir a aquella ciudad inspiradora, aunque murieran de hambre y robaran libros en las librerías. Es que el encanto de París es irresistible, inclusive para Dietrich Von Choltitz, un general alemán que, según cuenta la leyenda, salvó la ciudad al desobedecer las órdenes de Hitler de lanzar una lluvia de bombas de alta potencia para destruir los puentes sobre el Sena, sus museos y palacios.

Margo Martindale interpretando a la turista norteamericana en "14th Arrondissement"

La energía de esta ciudad te hace vibrar con solo recorrer sus calles, te empuja y te alimenta aunque se te partan los lumbares. El arte rebalsa, hasta en el baguette de la mañana o el cafecito de la tarde frente al Sena. Y a la vuelta de la esquina puedes convertirte en modelo de Toulouse o estrella del Lido. Y qué mejor que hospedarte en el barrio latino, en el hotel "Esmeralda" (curiosamente administrado por peruanos), al lado de la "Shakespeare & Company". Cómo olvidar la habitación número 7, desde la cual podía admirar Notre Dame y escuchar las campanadas de Quasimodo. Recorrer todos los días la "Rue de la Huchette", cruzando la plaza Saint Michel, una callecita estrecha llena de cafecitos y restaurantes en donde me inicié con los crepes con Nutela y salté del susto con los típicos platos rotos griegos. Aventurarte en el metro para encontrar la línea que te lleva a Versalles y quedar sin aliento frente a los jardines de María Antonieta. Empalagarte con los museos y tatuar tu alma con los Van Gogh, Picassos y Matisse. Subir a Montparnasse y comprar chucherías en las esquinas. Y el paseo nocturno por el Sena, la luna sobre una Torre Eiffel azul…



París nos transforma. Nunca más seremos los mismos. Si visitas París habrá un antes y un después. Yo tuve mi corto personal en la ciudad luz, en donde caminaba de la mano por los Campos Elíseos con aquel amor que me acompañó a marearme con los aromas de Sephora y que me invitó un inolvidable macarrón de pistacho en la emblemática pastelería "Paul". Un amor al que le dedico este post y que ahora me dice, igual que Rick Blaine (Humphrey Bogart) a Ilsa Lund (Ingrid Bergman) en Casablanca, “siempre nos quedará París”.






miércoles, 1 de octubre de 2008

Cirugía para el olvido

Una amiga acaba de terminar una relación larga e importante en su vida y ha tomado una decisión: acudir al cirujano. ¿Por qué ocurre que a partir de una ruptura amorosa las mujeres nos queremos renovar? ¿Queremos ser otras para recuperar al novio o marido perdido? ¿Es que acaso nos han dejado porque ya no somos lo suficientemente atractivas? Error. Al marido o al novio perdido no lo vamos a recuperar con nuevas tetas sino, tal vez —si es que seguimos necias con eso— cambiando de chip mental. Pero bueno, si la cirugía nos ayuda con el cambio del chip entonces ha cumplido su cometido. Lo más seguro es que después de la operación ya no nos va a importar el ex sino nos van a llover nuevos y mejores candidatos. Pero ojo, REPITO, no por el par de globos que nos hemos puesto, sino por el par de nuevos ojos con los que ahora nos miramos.
Lo que ocurre, o lo que debe ocurrir, es que queramos dejar en el olvido todo lo pasado, algo así como cambiar la decoración de la casa o cortarnos el pelo. Hacer algo con nuestro cuerpo es un símbolo de un nuevo comienzo y nos inyecta de un entusiasmo perdido. Al vernos más bellas se refuerza nuestra autoestima y nos proyectamos como mujeres seguras, independientes y sumamente deseables. Y ahí comienza la vibra de la atracción. Tal vez no eres una belleza pero te sientes tan bien que lo proyectas y los hombres caen a tus pies. Y ni ellos mismos saben qué pasa. Es el no sé qué del que tanto se habla. Una mirada, una sonrisa, una actitud sugestiva, un aire dulzón que provoca a cualquiera.

El asunto es que mi querida Maura está en esa situación, quiere dejar atrás a la chica que ha permitido o generado una serie de fracasos emocionales en su vida. Su ex nunca quiso que se operara y ella le hizo caso —como si el novio fuera el dueño de su cuerpo—, y ahora quiere volver a la soltería con todo. Pero es un poco miedosa mi amiga querida y me pidió que la acompañara a la cita con el doctor.
Mi primera impresión con la clínica fue buena. Se nota que saben hacer un buen marketing. Ver fotos de Marina Mora, Jéssica Newton, Viviana Rivasplata y las dos Claudias que salen en la tele es un buen gancho. No solo porque son modelos famosas y están regias (salvo por la gordita bella que no para de comer), sino porque en todos los años que tienen de operadas no han sido víctimas de ningún escandalete tipo Max Álvarez o Morillas-Mantilla, y los posters muestran sendas dedicatorias con todo el amor y el agradecimiento al hombre que ensalzó sus pechos o modeló sus curvas. Y si ellas siguen bellas y felices por qué no lo estaría Maura, que se mordía las uñas en la sala de espera.
Cuando entramos al consultorio lo primero que vimos fue una foto inmensa del doctor al lado izquierdo del escritorio (se nota que tiene el ego bastante exaltado y que trabaja con la vanidad de la gente), luego una pintura de una mujer sexy y al costado una colección de diplomas y reconocimientos empapelando la pared. O sea, mira qué pepón soy, yo te voy a operar bien porque me cuido bien; mira cómo vas a quedar, mamita rica; y mira lo que me respalda, no soy un pinche médico, tengo veinte años abriendo cuerpos aquí y en el extranjero. Bueno, sigue el trabajo de persuasión, bien hecho.
La secretaria nos dijo que esperemos y que mientras tanto podíamos ver las fotos de las pacientes. Raudas y veloces tomamos el álbum de fotos y las imágenes nos golpearon la cara. ¡Nos encontramos con casos tan patéticos que hasta sentí mareos! Ese fue un punto en contra del marketing que hasta ahora había funcionado tan bien. Ver los antes y después de las operaciones de gente común y corriente (no modelitos perfectas y jóvenes) es, por un lado, alentador, pero por otro, bastante deprimente. Yo no quería seguir viendo, pero mi amiga continuaba pasando las páginas y a pesar de mi disgusto no podía despegar los ojos de aquellas imágenes de carne desbordada y tristes descolgamientos. ¡Por Dios! ¡Mujeres! ¡No dejen de hacer ejercicio nunca! No caigan en la tentación de la flojera, de la tragadera sin control, ya suficiente tenemos con volvernos viejas, eso no lo podemos detener, pero sí podemos llevar los años con dignidad.

En fin. A la media hora de risas y espanto apareció el doctor. Entró muy rápido haciendo volar su bata blanca y se disculpó diciendo que volvía en diez segundos. Así lo hizo. Regresó y tomó asiento para iniciar el interrogatorio de rutina. Ya habían pasado sus añitos para el doc, la foto que colgaba a sus espaldas era tan engañosa como las tetas falsas que colocaba por doquier. Pero eso era un punto a favor. Las arrugitas del doc me dieron más confianza, así como su buen humor. Siempre me ha perturbado la frialdad de los cirujanos, la desconexión entre el ser humano y el cuerpo que están operando. No puede existir ninguna emoción de por medio. El paciente anestesiado y acostado en la camilla de la sala de operaciones no es más que una pieza inerte que hay que esculpir, moldear, rellenar, bordar. Y debe ser así porque sino no habría forma de realizar ese trabajo de carnicería sin entrar en estado de pánico.


Lo que no pudo esconder el doc fue su mirada. Esos ojitos pícaros chisporroteaban viendo a mi amiga, joven y bonita. Se nota que al doctor le gusta su trabajo, y le gusta más cuando se encuentra con pacientes que no están esperando cupo en el nicho. Maura hizo todas las preguntas del caso y entró a ponerse la bata para que la examine. El doctor me permitió pasar a mi también. Maura se abrió la bata con temor y mostró sus pechos tímidos para que el juez al fin diera su veredicto. Me fijé en la cara del doctor y me di cuenta de que se esforzó en ser inexpresivo. Observó con detenimiento y seriedad, sacó sus reglas, midió, apuntó. Tienes un triángulo equilátero perfecto —dijo, señalando las distancias entre la clavícula y los dos senos—. Luego explicó que por los antecedentes de cáncer de mama de una tía abuela de Maura, debía ponerle los implantes detrás del músculo y éstos debían ser de suero fisiológico en vez de siliconas. Estas consideraciones se toman para que exista el menor impedimento en futuros exámenes de mamas, y poder detectar cualquier tipo de tumor. Claro, también mencionó los riesgos, los poquísimos casos (cruza los dedos Maurita) en los que el suero fisiológico se desinfla y comienza a salir otra teta por el costado. Y el corte!!!! A mí se me ocurrió decir que era mejor hacerlo en la aureola porque así no quedan marcas. Y el doc se apresuró a enumerar todas las desventajas del asunto. Cuando se hace el corte en el pezón se seccionan muchos tejidos y conductos mamarios, por lo que la paciente ya no puede dar de lactar. Pero, además —que para mí es lo más importante—, se crean cicatrices internas que luego pueden confundirse con algún nódulo, y existe mayor riesgo de una infección durante o después de la operación. Otra desventaja es la pérdida de sensibilidad en la zona y que se forme una cicatriz queloide en un lugar mucho más visible que debajo del busto. Y claro, para el doc es más cómodo operar por abajo y eso le garantiza a él y a la paciente un mejor resultado. Luego procedió a ver lo del tamaño. Doctor, no quiero parecer una vedette, dijo Maura. Vamos a ver. Tienes buenas caderas —respondió el doctor mientras la tocaba por los costados—. Vamos a probar entre 250 y 275 gr. Pero pensándolo bien, ya que los implantes suelen aplastarse un poco detrás del músculo, creo que mejor pedimos de 275 y 300 gr. para que llene bien.

Uffff que estrés!!!! Todo lo que hacemos las mujeres por ser bellas. Pero ahí no queda todo, luego vienen las pruebas pre operatorias, los masajes para que no se encapsulen los implantes y rezarle a Afrodita para que nada se desinfle o se reviente.
Lo mejor: la operación es ambulatoria, con anestesia local y estás sedada como bella durmiente durante la cirugía, sin ver ni escuchar nada. Lo malo: cuesta US$ 1000 dólares más de lo estimado.
Maura salió de la clínica convencida de usar su Visa para hacer realidad la frase “porque la vida es ahora”. Y yo me quedé pensando que tal vez también había llegado mi momento de vanidad. ¿Acaso hay algo que necesito olvidar?


martes, 23 de septiembre de 2008

Un buen entremés


Los autores de Sex & The City no pudieron tener mejor idea que crear una serie para llenar el vacío dejado por Carrie y compañía. Tarea difícil pero no imposible. En su segunda temporada, Lipstick Jungle, serie transmitida por FoxLife, ya se está ganando fanáticos y una de ellas soy yo por supuesto.
Mi gusto por la serie va más allá del tema de la mujer independiente y exitosa, y no tiene nada que ver con el personaje reprimido e intransigente que encarna Brook Shields, ni con la distraída y aniñada chinita del grupo. La verdadera razón por la que me enganché con este nuevo atisbo al mundo neoyorquino es Nico Reilly, la atractiva, inteligente y súper racional editora de una revista de modas que le es infiel a su “buen” marido con un hombre más joven que ella. Lo interesante de este mini drama es ver la evolución del personaje, que inicia una relación clandestina separando el sexo del amor, pero que poco a poco se ve atrapada en una situación de la que no puede escapar. Precisamente ese es el riesgo de las relaciones prohibidas. Son como las adicciones al cigarro, alcohol o a cualquier otra droga, las víctimas piensan que las pueden dejar en cualquier momento pero en realidad, cuando quieren hacerlo, se dan cuenta de que ya es demasiado tarde.
Nico con su chibolo en "Lipstick Jungle"
Pero este post no trata de infidelidad sino de un tipo de relación que también podría llamarse prohibida porque todavía, aunque usted no lo crea, es tabú en nuestra sociedad. Hablo de las relaciones de mujeres maduras con hombres más jóvenes que ellas, que no es lo mismo que hablar del típico y ya pasadito de moda 40-20 entre hombre y mujer. Cuando vemos a una mujer entrada en años con un novio-hijo de la mano decimos, ah, esa mujer quiere buen sexo y paga por ello. Ese es el estereotipo que todos tenemos insertados en el cerebro. Y no deja de ser del todo cierto. Definitivamente estamos hablando de mujeres que tienen el valor de vivir la vida como les da la gana —con todo su derecho— pero no todas están preparadas para enfrentar miradas inquisidoras y prefieren divertirse debajo de la sábana. Ellas quieren rejuvenecer y están dispuestas a pagar un precio por ello. Y no hablo solo del tema económico (que es lo de menos) sino, principalmente, de las diferencias generacionales que en algún momento pasan factura. Entonces, si eres una mujer que está sacando a pasear a su hijo, sobrino o alumnito, lo importante es tener claro en qué tipo de relación te estás metiendo, sacarle el máximo provecho y saber que tiene fecha de caducidad. Sabemos que las mujeres en los 40 están en su pico sexual, igual que los hombres a los 17. Pues bien, si estos dos polos llegan a atraerse será muy difícil despegarlos. Cómo detener aquella ebullición de hormonas!!!!! Aún así, ¿tú eres la madura no? Si ya dejaste de fumar, esto no será tan duro (acuérdate que existen los rabbits y demás juguetitos a tu servicio), a menos que estés dispuesta a soplarte la educación de otro baby. ¿Ya mucho no?

Cada vez escucho más casos a mi alrededor acerca de este tema, no sólo del tipo de relaciones Bozo-Suárez, de una dominación espeluznante, sino de otras más normalitas, de mujeres no tan mayores y de chicos que no tienen el perfil del hombre vividor.
Antes era un tema ajeno a mí, pero después de haber tenido una brevísima experiencia con un chico de 25 que me decía “madrina”, y con el que iba a comer helados y a ver Harry Potter al cine, me siento cada vez más cerca a esa especie de mujeres roba cunas. Pero ¿Qué está pasando? ¿Es que los hombres contemporáneos a aquellas damas no logran satisfacer sus ánimos pueriles? Claro, ya sabemos que la mayoría de hombres en edad interesante están casados, pero hay muchos también que comparten mi condición de separada o divorciada. Quizá lo que ocurre es que existe un grupo de mujeres harta de las reglas, de la formalidad, aburridas de lo “correcto”. Hay mujeres que necesitan ese toque de adrenalina que las haga sentir otra vez aptas para el combate. Tal vez el esposo ya no las sorprende, ya se acabaron las escapadas a los hoteles, los jacuzzis, las noches de fresas y champagne. Siempre hay alguna mujer identificada con estas carencias. Y una puedes ser tú. Sólo hazte unas preguntas Cosmo para saber en qué grado de aburrimiento ha caído tu relación. ¿Hace cuánto tiempo que no te bañas con tu pareja? ¿Dónde quedaron las rosas que él te mandaba a la oficina o la cena especial que planeabas para agasajar a tu gordito. Por otro lado, si eres soltera o separada, seguro estás hasta la médula de los hombres complicados, con 40 años encima o más de ataduras, taras, remilgos, manías, cero preocupados por su físico y asfixiados de trabajo.
Los hombres jóvenes no tienen tantos prejuicios, son más libres y arriesgados, menos encasillados, más dispuestos a amar y entregar. Claro, está la desventaja de que no tienen la vida resuelta. Pero si una dama busca satisfacer sus deseos netamente amatorios, o por decirlo más francamente, deseos sexuales y una agradable retribución de afecto, pues aquellos hombres ¡son perfectos! Para qué más preocupaciones, gestos adustos, problemas de divorcios y custodias.
Pero hay que saber cuándo levantar la bandera para no poner en peligro tu vida. Ya sabes que al principio serás la musa ideal, a la que era muy difícil acceder. Una fantasía concedida. Él querrá demostrarte lo grandioso que es en la cama, con un récord imbatible en resistencia y una recuperación inmediata. Querrá hacerte el amor en el ascensor, en el baño de una disco y hasta volando en parapente. Pero espérate a que la efervescencia pase, y que tu afán de diversión y pura satisfacción se convierta en deseo de poseer, de reclamar fidelidad y todos los temas que se prometen los enamorados. Ay ay ay, no tienes que llegar a eso. Con estos hombres no. No por favor. Recapacita, ese ángel te ha sido concedido sólo para pasarla bien, para olvidarte aunque sea un momento de los problemas del cole de tus hijos, del estrés del trabajo, de las cuentas de fin de mes (aunque tú tengas que invitar de vez en cuando). Ellos son un delicioso entremés, un bocadillo nocturno nada más. No pretendas que sean el plato de fondo de tu carta de pretendientes. Si no los ves solo como un placentero tubo de escape corres peligro, puedes desaparecer en el triángulo de sus bermudas y perder el rumbo para siempre. Ellos no están hechos para la formalidad, si estás esperando que se comporten como hombres responsables, con gustos refinados como los tuyos o que estén dispuestos a pasar un sábado en la noche en el sofá de tu casa viendo una peli, pues te quemaste. Para muestra cómprate unos dvds y mira “Secretos Compartidos” con Uma Thurman o “Conociendo Julia” con Annete Bening.
Aunque, ¿por qué ser tan pesimistas no? Toda regla tiene su excepción. Sino miren a Demi Moore con su churrísimo esposo 15 años menor, con el que ya tiene un hijo. Ese es un caso alentador. Por mi parte, yo prefiero a los maduritos bien dotados, pero a falta de, por qué no comer de vez en cuando algodones de azúcar. Mi chibolo perdido estaría bien. Tal vez podría ser una buena ocasión para ponernos nuestros lentes 3d y viajar al centro de la tierra. Ya hace falta un poco de vértigo para la Maya. ¡Agárrate ahijado!

viernes, 5 de septiembre de 2008

Desde mi burbuja en Lima, más húmeda y lluviosa que nunca, recuerdo la Madrid del ¿primer mundo?


Hace exactamente un mes atravesé el Océano Atlántico, pasé por Dakar, el desierto del Sahara, Marruecos, el Mar Mediterráneo y la Bahía de Accio para llegar a Roma. 11165 km de distancia y ya estaba en el viejo mundo. Lástima que no pude bajar a conocer la ciudad del imperio, tuve que esperar unas tres horas más para tomar el avión a Madrid. El primer temor que tuve fue la maleta. Todas mis compras de Buenos Aires estaban en esa maleta mía, suficientemente grande para que entraran mis botas gauchas, mis carteras y los libros. Así que llegué a Barajas barajando la posibilidad de no encontrarla y, después de caminar y caminar, voltear, bajar escaleras y seguir caminando, al fin ubiqué el lugar para esperarla. Y ahí estaba.
Madrid me recibió con unos 40 grados o más, con un cielo despejado y un aire menos tóxico. O eso me pareció. Los taxis son un lujo, pero no había forma de que tomara el metro con aquella maleta que parecía llevar ropa para un año. Además, hay detalles que uno debe contemplar antes de un viaje a Europa, como estar preparado para gastar dinero. Y si uno llega con esa consigna duele menos, aunque no puedas evitar calcular una y otra vez cuántos humildes soles peruanos se te están escapando del bolsillo. Dicen que el que convierte no se divierte.
Pasamos, entonces, el trauma del taxímetro, lo que no se puede pasar tan fácil es el trato malhumorado y tosco, y la forma de hablar de los madrileños, parece que estuvieran en una carrera por ser los más inentendibles del planeta. Pero el detalle curioso de los taxistas es que en todo el tiempo que estuve en Madrid nunca me dejaron en el lugar exacto al que me dirigía. Siempre una cuadra más arriba o más abajo, que por aquí no se puede pasar, que es un lío dar la vuelta. En fin, no viajé para hacerme mala sangre. Visité a algunos buenos amigos y fui parte de sus rutinas. Si vas de compras tienes que empacar tú mismo y cargar las bolsas, para luego correr al metro, por lo que hay que hacer varios viajes por semana si quieres llenar el refri. Tomar una conexión, luego otra, y esperar con el sudor derritiéndose en tu entrepierna. Llegas a un piso minúsculo, otro abrazo de calor te espera. Imposible pagar por un aire acondicionado. Y ni qué decir de la ayuda doméstica. Para las casadas con hijos, solo quedan las guarderías. Comer en platos descartables para no ensuciar demasiado. Llevar a los hijos a cuanta reunión tengan porque no hay donde dejarlos. Acostumbrarlos a las malas noches, a las conversaciones de adultos, al humo del cigarrillo. Eso es lo peor de España, el humo. No importa dónde estés, siempre te alcanza: osado, impertinente, invasivo, amparado por un calor que lo hace más resistente e insoportable. Increíble que en Perú seamos más concientes con los no fumadores. Y el trato, vuelvo al trato, no existe el por favor, ni el gracias. ¡Nuestras lisuras limeñas son caricias! No hay lugar para las sonrisas, aunque sean falsas como las nuestras, ni para nuestros típicos diminutivos.
Lo bello de Madrid: caminar por una callecita del centro y escuchar extasiada una banda de música clásica. El encuentro multicultural, la historia, los museos, el pulpo a la gallega, las librerías. La noche madrileña llena, rebalsando en las esquinas. Lo que me quitó el aliento: el Cristo Crucificado de Velázquez, que el pintor hizo por encargo de un caballero que quería expiar sus culpas por haberse enamorado de una monja. Además, por supuesto, cómo olvidarlo, el hotel Alicia Room Mate, ubicado en la calle Las Letras, al frente de la plaza Santa Ana. Cómo no apreciar esa maravilla, un hotel de diseño en pleno centro de Madrid y a tan solo 90 euros (sí, eso sí me pareció barato comparándolo con los hoteles de Lima), sobre todo después de haber pasado una noche en el departamento de un buen amigo peruano que me ofreció su sala para dormir. Antes de acostarme me dijo, ¿qué prefieres, bulla o calor? Obviamente le dije bulla —en Lima estoy acostumbrada al ruido porque vivo en una avenida—, así que procedió a abrir la ventana. Resulta que el chico vive en pleno centro de Madrid (a dos cuadras del hotel Alicia), en la calle Echegaray, repleta de bares y juerga nocturna y, créanme, esa noche la bulla venía desde el mismo infierno de Dante. Gritos, insultos, botellas que se estrellaban contra el piso, música estridente que aparecía de pronto, para luego ocultarse en voces de todas las lenguas. Llantos, risas, súplicas. Cuando salí para ir al aeropuerto, a las tres de la mañana, vi a un par de chicas muy jóvenes, coqueteando con unos tipos en la puerta de un local. Una se ellas, con una micro falda, se balanceaba de un lado a otro con una botella en la mano, y la otra estaba sentada en una vereda con las piernas estiradas y los ojos perdidos, a medio abrir. Fue solo un momento que vi esa escena desde la ventanilla del taxi. Un chispazo de conciencia. ¿Es que acaso me había convertido en una vieja? No. Soy madre y ya no hay vuelta atrás. Imaginar a mi hija en una situación así, tan desprotegida y vulnerable hizo que mis sienes estallaran. Recordé que no había dormido nada, felizmente llevaba en la cartera varias pastillas para el dolor de cabeza. La noche madrileña, que en un principio me había parecido divertida, se estaba desbordando en mi cerebro. ¡Y era lunes!

Plaza Santa Ana


Hotel Alicia Room Mate

Hoy, que he vuelto al hogar, estoy convencida de que prefiero mi ciudad tercermundista. No puedo negar que vivo en un país con muchísimas diferencias económicas, sociales y culturales y que yo pertenezco a la minoría. Tengo suerte de vivir en mi burbuja, pero aquí caí y aquí me hice. Mi departamento de 117 m2 es un lujo, comparado a lo que vi en Madrid (63 m2 por un millón de dólares!!!). Tengo un Wong, a pesar de que ahora es chileno, y a mi hija la cuida un ángel cajamarquino que llegó para hacerme la vida más fácil. Así que me quedo aquí, con mis cholos, con los ambulantes de las avenidas, el caos vehicular, con Allan, con la hipocrecía limeña, con mi ciudad chiquita, nada exuberante, ni inmensa, pero mía. Con los pocos sitios que hay para salir y que paran reventando. Con mi cevichito, mis choclos serranos, mi quesito fresco, mi chifita, mis anticuchos, mi fruta abundante. Con mis Sublimes y mi Inca Kola Diet. Aquí con poco se goza y además tenemos playa a la vuelta de la esquina!!!!!
Si quieres crecer y madurar, sal de Lima, anda a sufrir. Sufre peruano sufre ¿no dice el dicho? Eres un profesional y mientras aquí enseñabas en la universidad ahora te sacas la mugre vendiendo y cargando libros en Madrid. Todo por estar en el primer mundo, en el mundo de las oportunidades. Experimenta, vive, conoce, aprende a hacer las cosas por ti mismo y luego regresa amando más a tu país, valorando lo que tienes. Me molesta acudir a un dicho tan común, pero no me queda más que repetirlo: uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde.
Estoy segura de que nada es fácil ni aquí ni allá, pero por ahora yo me quedo aquí, dispuesta en encontrar mi oportunidad en este país que cada vez me hace sentir más orgullosa, a pesar de todo.

lunes, 25 de agosto de 2008

Seguimos vivos

Después de haber tomado ocho aviones en once días, y a menos de una semana de mi regreso, es imposible no sentir una conmoción emocional después de ver el siniestro ocurrido en Barajas. 153 muertos en un avión que nunca despegó. Entre ellos, veinte niños y dos bebés.
Cada vez que subo a un avión trato de evadir las indicaciones de seguridad. No quiero ver a la señorita haciendo los gestos para ponerse el cinturón, flotador o mascarilla de oxígeno, ni saber nada acerca de la cartilla que está en el bolsillo del asiento delantero. Simplemente, le pongo luz blanca al avión, me persigno y cierro los ojos en el momento del despegue. Tampoco se me ocurre tomar pastillas para dormir. Qué impresión tan grande sería encontrarte con la muerte en pleno sueño. Si voy a morir tendré que saberlo, estar conciente y preparada para recibirla con honores.
Sé que el despegue y el aterrizaje son los momentos más peligrosos de los vuelos. Y uno nunca puede habituarse a esa sensación de vacío en el estómago cuando te ves flotando a miles de metros de altura. ¿La máquina le sirve al hombre o el hombre está a merced de la máquina? Siempre me maravilla el hecho de estar suspendida, tan separada de la estabilidad material —aunque las aerolíneas traten de compensar ese hecho con las ventas por catálogo, ¡más barato que en el aire no encuentras!—. Por eso, los aviones son un buen lugar para imaginar lo inimaginable, nos volvemos más reflexivos, más intuitivos, no hay duda de que estamos más cerca del cielo. Y si bien, uno nunca deja de sorprenderse ante el milagro de la ascensión, después de pasar tantas horas de avión en avión aprendes a reconocer y diferenciar el más mínimo ruido o agitación. El chirrido de las llantas sobre el pavimento y la velocidad que te pega al respaldar del asiento antes del despegue, el movimiento de las llantas cuando se alzan, el sonido agudo del decolaje, las sacudidas de las turbulencias, las pérdidas de altura. Mi juego entre vuelo y vuelo era calificar los aterrizajes. Qué tan suave desciende el avión, si no se te tapan los oídos es una buena señal. El cálculo exacto para abrir el tren de aterrizaje y deslizar las llantas en una alfombra. Los mejores, sin duda, los de Alitalia. No estoy acostumbrada a hacer viajes largos y no sé si es habitual lo que vi, pero tanto en el viaje de ida y como en el de vuelta, la gente agradeció con aplausos la llegada a tierra firme. Es que los vuelos nos confrontan con el deceso, más aún sin duran tantas horas. Un avión es un recinto de tensión, la ansiedad está ahí, acumulada, a punto de estallar. La idea de muerte está en cada alma inquieta y esa energía se hace palpable, nos acecha por las ventanillas, nos sostiene, nos vigila, nos espera. Al final, no queda más que dejar libre doce horas de miedo, inestabilidad y aburrimiento en sonoros aplausos. Al escucharlos, yo también quise aplaudir, y me sentí identificada con esa especie de viajeros angustiados. Todos habíamos estado con el alma pendiendo del avión. Nos imaginé colgados de las alas, el fuselaje y la cola. Marionetas bailando al vaivén del viento, dejándonos zarandear con la fuerza de una revolución que parece externa, pero que en realidad viene de nosotros mismos.
La primera noche que estuve en Lima después del viaje, mi cuerpo aún no había aterrizado. Al poner la cara en la almohada y cerrar los ojos, todavía podía percibir las maniobras del avión, las inclinaciones, las subidas y bajadas. Y no era desagradable, al contrario, era un arrullo que me hacía acordar a las largas horas de mi infancia flotando en el mar. En esa época me pasaba lo mismo cuando llegaba a mi cama por las noches, sentía un delicioso mareo que me adormecía. Finalmente, estar en el cielo es como estar en el mar. Pura inestabilidad, y la inestabilidad hace que nos confrontemos. Los viajes pueden llegar a ser pequeñas crisis que nos movilizan y nos reubican. Y aquí seguimos. No nos queda más que sentirnos privilegiados por haber tenido la oportunidad de mirar un poco más adentro, y agradecerle a Dios por seguir vivos.

domingo, 17 de agosto de 2008

Algunas curiosidades del viaje...en fotos

Lo que encontré en Buenos Aires (Calle Corrientes)
En tinieblas: No seré feliz pero tengo marido

Corrí al Ateneo y, después de decepcionarme con los libros, encontré un consuelo
Grande Wendy Bristow!!!


Un misterio indescifrable

En Madrid, leyendo los pasos a seguir para ser una mala mujer


Al fin en París!!!!!! después de una noche en vela y de un recorrido de hora y media desdes el aereopuerto a la ciudad. Mi cuarto de hotel no estaba listo, así que tuve que salir de museo tour sin haber probado las camas parisinas. Imaginen la impresión cuando encontré una, y vaya cama. Estaba a punto de desmayarme en medio del impresionismo del Orsay cuando Van Gogh me rescató. Me bastó verlo para despertar...



El pan nuestro de cada día y un acompañante de lujo: Coca Kilos, mi combustible en París


Haciendo yoga en Versalles



Qué bien los hacían antes… solo por atrás

Museo de Louvre



Por adelante son una estafa!

Museo de Louvre





Sephora, un gustito en París



Infidelidad en Pompidou


Una novia que predijo su futuro... de terror!

La Mariée

Niki de Saint Phalle

Centro Pompidou



París te amo!

jueves, 31 de julio de 2008

Viaje a las estrellas con mi novio Indiana

Varias veces he sido tentada por la magia del tarot, por encontrar la solución de mis problemas o el vislumbre de un destino maravilloso en cartas adivinas. Nunca me ha ido bien. Las brujas suelen acertar en detalles de mi vida pasada, me dicen lo mal que estoy en el presente y hablan de matrimonio como un futuro maravilloso. Hello!!! No todas las mujeres queremos casarnos!!!, sobre todo las que ya pasamos por aquel trance hipnótico de hasta que la muerte nos separe, o como debería ser, hasta que la vida nos separe.
La decepción es lo más seguro después de unos seis meses de haberse leído las cartas. Una se la pasa esperando que suceda aquello excepcional que cambiará nuestras vidas y después de un tiempo terminamos resignándonos a seguir sentadas en el mismo escritorio de trabajo y a que el hombre guapo, inteligente, noble y con una billetera abultada nunca va a llegar a tocarnos la puerta (debo decir que lo más difícil de todas las características citadas es encontrar al noble de buen corazón y que esté dispuesto a abrirlo y entregarlo con sinceridad).

Existe una teoría muy buena respecto al fracaso de la lectura de cartas, café, coca, manos, o cualquier técnica de adivinación. Me la dio Indiana, así le digo al primer novio que tuve después de la separación. Lo llamo novio pero, en realidad, mi relación con él fue libre y pasajera, el problema fue que yo ilusamente me aferré a él como mi última oportunidad para ser feliz en el amor. Error. Pensar que el primer hombre que llega a tu vida después de un fracaso matrimonial es “el hombre” es como querer ganar el nóbel sin ser de izquierda.
El caso es que la teoría de Indiana decía que cuando te leen las cartas puede ser que efectivamente lo que aparece en tu futuro sea tu destino, pero que al leerlo se bloquea. Además, decía que las brujas funcionan como mediums, y que las almas que están revoloteando por los alrededores son las que guían las cartas, por lo que resulta peligroso si es que nos encontramos con malos espíritus. Por eso, lo que me recomendó fue la astrología, por tratarse de una ciencia exacta. Nuestra vida está escrita en los astros, es un mapa que se ha trazado en el momento de nuestro nacimiento y existen momentos en que las condiciones están más propicias para el amor, para el trabajo, para tener más dinero, para ser influyentes, de acuerdo al tránsito de los planetas. Pueden aparecer diversas oportunidades pero solo de uno depende tomarlas o rechazarlas, aprovecharlas o darles la espalda, porque sí existe el libre albedrío. Antes de conocer a Indiana yo pensaba que bastaba saber el signo de una persona para tener una idea de cómo era su personalidad. Pero luego me di cuenta de que el asunto es mucho más complejo que eso. Hay que ver en qué signo cae tu luna para saber cómo amas, o en qué signo está tu venus para conocer las características de tu pareja ideal, es decir, a quién debes amar. Y tu ascendente es básico! Es tan importante como el sol en tu signo porque influye en todos los aspectos de tu vida. Nunca olvidaré su explicación acerca de saturno: cuando saturno está en tránsito no es el mejor momento para tomar decisiones porque solemos equivocarnos, estamos inseguros, inquietos, puede ser que se bloqueen nuestros proyectos o planes. No es un buen momento para actuar pero sí para aprender porque tenemos la oportunidad de entrar en nosotros mismos. Hablaba como un sabio mi querido Indiana. Y hasta me recomendó una astróloga a la que recién visité a finales del año pasado.

Alina no leía las cartas pero de que era una bruja no había duda. Si yo hubiera creado al personaje de una mujer esotérica jamás la habría hecho tan obvia: flaca, pelo y uñas negras, larguísimas, vestida de luto. Vivía en un segundo piso de una quinta en Lince y su consultorio resultó ser un patio techado que utiliza como estudio para pintar y estudiar los astros.
Me condujo al lugar por una escalera de caracol. Era un cuarto amplio, con una mesa vieja en donde tenía desparramados tarros de pintura y pinceles. De las paredes me miraban ojos celestiales enmarcados en triángulos, plantas que se enredaban en el pecho de una mujer voladora, maquinas del tiempo encendiendo venas multicolores. Un arte new age que disparaba en todas direcciones. Al fondo estaba su computadora, junto a un armatoste que funcionaba de equipo para grabar todas sus sesiones. Me senté en un mueble que escupía resortes y que anunciaba cada uno de mis movimientos con el sonido de una funda de plástico rota. Mientras ella llenaba mis datos en su pc, yo me imaginaba siendo devorada por un bicho mitológico que salía de uno de los huecos del mueble. Pero el panorama no podía estar completo sin el gato. De pronto, apareció el animal y saltó a las piernas de Alina, ella lo saludó con alegría y lo metió dentro de un cajón estrecho que cerró sin miedo. No pude evitar mirarla con horror. ¿Dejas ahí al pobre gato? Sí, le encanta, es calientito. Y siguió como si nada rebuscando mi destino en los astros. Que este año solo voy a hacer viajes cortos, por trabajo y no con muy buenas condiciones de salud (¡el sábado me voy a Europa de vacaciones!). Que si en una vida pasada fui madre superiora de un convento y que por eso ahora soy tan organizada (y yo diría, además, tan liberada!!! Se nota que me harté del encierro!!!). Que recién en cuatro años, once meses, tendré un amor maravilloso (o sea, a seguir jugando nomás).

Al final de la sesión pregunté por Indiana. Mi relación con él duró solo tres meses pero no pude quitármelo de la cabeza durante año y medio. Lo conocí por Internet. Yo estaba interesada en hacer un viaje a la selva y por casualidad caí en la página web de un eco-lodge. Él era el dueño y constantemente iba y venía de Lima a Chanchamayo transportando grupos turísticos. Me entusiasmé con las fotos y le escribí para recibir informes. Así se inició todo. Él era un cuarentón separado, con un hijo. Lo había dejado todo por realizar su sueño de vivir en la naturaleza y se pintaba como un Indiana Johns shipibo. De hecho, la imagen que más me llamó la atención fue la mejor foto que tiene: pañoleta amarrada en la cabeza, lentes oscuros, al volante de una camioneta. La última vez que nos vimos fue la noche que celebramos su cumpleaños, y a mí se me ocurrió como gran idea regalarle un cuchillo. Recuerdo claramente cuando bajé del auto porque tuve una premonición. Muchas veces me pasa. Hago declaraciones de la nada, aparecen frases en mi mente como si otra persona me las estuviera dictando, y suelen ser situaciones difíciles de creer. Al cabo de un tiempo, meses, o inclusive años, se cumplen mis sentencias. Esa noche vaticiné que nunca más volvería a verlo, a pesar de que no hubo ningún motivo para pensar tal cosa. Y así fue. Nuestra relación terminó como empezó, por chat. El hombre nunca quiso comprometerse más allá de la relación libre que teníamos.
Lo que Alina me dijo de mi relación con él fue exacto, me explicó la causa de nuestra ruptura vista desde la cara de los planetas: su saturno está en cuadratura con tu marte y tu marte no cede, va a encontrar mil formas estratégicas para insistir en lo que quiere. No es fácil ponerse de acuerdo. Los dos aparentan indiferencia, pero a ti su indiferencia te aleja. Lo que sucede con él es que tiene miedo a ser herido, aunque contigo a veces ve una opción maravillosa para ser feliz. Y eso es todo, concluyó, dando por terminada la reunión. Sólo una pregunta más, me atreví a decir, ¿sabes qué significa regalar cuchillos? Ella me miró con una medio sonrisa y dijo: ¡no me digas que le regalaste un cuchillo! Él es un mago blanco querida, es vidente, solo que no lo sabe, pero seguro percibió lo que le querías decir, regalar cuchillos significa que estás cambiando a una persona por otra, que estás dando por terminada una relación.

Pasaron unos meses después de la visita a la astróloga y, por casualidad, un día me enteré de que Indiana había vuelto con su esposa, justo después de haber terminado conmigo. En esa época yo lo único que hacía era pensar en él, sin saber que él estaba tratando de rehacer su matrimonio. Me decepcionó mucho. Me di cuenta de que realmente no lo conocía. Siempre me aseguró que jamás volvería con su ex, que era un hecho tan improbable como si yo volviera con el mío. Por eso le creí. Lo triste, y obvio (no para él, claro), fue que seis meses después terminó definitivamente con la esposa.

Con esa noticia al fin dejé atrás a mi novio Indiana (la verdad nos libera) y me di cuenta de que había ido a la astróloga para terminar de desatar nudos. El problema es que me hice de otros. La sensación que sentí después de mi sesión con los astros fue tan nociva como cuando me leen el tarot. Hasta ahora sigo pensando que “el hombre” aparecerá en cuatro años, once meses, tal vez por eso sigo saltando de relación en relación, en espera del amor de mi vida.


jueves, 17 de julio de 2008

Noche de conejita

Una amiga mía se casa. He tratado de convencerla por todos los medios de que no lo haga, pero es testaruda. Diez años de relación, varios pies fuera del plato, poco sexo. ¿Para qué? Para un fiestón de 400 personas que cumpla los sueños frustrados de sus madres, hasta ahora solteras. El sábado fue su despedida. Pía, una amiga en común, se encargó de todos los preparativos. Esa noche íbamos a ser conejitas, así que nos compró pelucas fucsias y nos dijo que teníamos que ir vestidas de negro. Además, había contratado un bus para hacer un recorrido por varias discotecas y bares de Lima, hasta que saciáramos los ímpetus prohibidos de la novia y, por qué no, los nuestros también.

Las 13 de Hugh Hefner nos reunimos en la casa de Sharon, esa sería la nueva identidad de la novia. Nosotras también teníamos permiso para usar un sobrenombre, aunque yo preferí quedarme con el mío, ya es bastante curioso.
Apenas me vio, la futura esposa, o próxima víctima, me tomó del brazo y me llevó a un lado para hablarme de lo infeliz que era al lado de su novio. No paraba de hablar, que me trata mal, que no me toca, que si en un año no cambia me divorcio. ¡A mal palo te arrimas! —gritó Pía— ¡Deja de hablar tanto y ven a chupar! ¡Es que ella es la única que me entiende! —contestó, levantando el vaso de tequila—. Yo no entendía nada, ¡al menos yo me casé enamorada! Pero yo sabía que, secretamente, ella quería cumplir su sueño de la boda de blanco, aunque fuera puro cuento.
Al rato, Pía no aguantó más y la jaló del brazo, es hora de tu discurso, dijo. Sharon no puso resistencia. Sabía que era muy importante lo que tenía que decirnos, así que subió unas cuantas gradas de las escaleras para estar en alto y levantó el brazo con la postura solemne de un libertador: “Esta noche no somos nosotras, hemos adquirido una nueva identidad que nos permite el vale todo. Sí chicas, como lo oyen. No importa si son solteras, casadas, viudas, divorciadas, convivientes, comprometidas, con agarre, affair, flirt, o inminente enamoramiento. Esta noche nos hemos reunido para cortar cualquier tipo de atadura. Después pueden pegarla, si quieren, con scoth, uhu o conseguir una nueva. Lo que importa es nuestra consigna, la liberación; y el pacto, callar hasta la muerte. Los juicios no existen, ni las caras de horror, ni mucho menos la cordura, el sentido común o la sobriedad. ¡La noche recién empieza! ¡Salud!”. Dicho esto, Sharon sacó del bolsillo de su saco un puñado de condones y los lanzó al aire para sorpresa de todas, incluida yo.

Fue divertido ver la cara de las chicas. Cada una tenía un brillo especial en los ojos, no solo era la despedida de la novia, era una verdadera oportunidad para desinhibirse. Podía percibir la euforia contenida, todavía nadie se atrevía a apoyar abiertamente los deseos de Sharon, pero apuraban los vasos de pisco con entusiasmo y se iban despojando de sus sacos, mostrando escotes y atrevidas minifaldas.
A las 11:00 llegó el bus, ya estábamos listas para salir, cuando se escuchó un derrumbe estrepitoso. Era la novia que se había caído encima de uno de los aparadores de la sala. Los adornos estaban hechos trizas —igual que nuestras ideas de liberación— y ella, sentada con las piernas abiertas y la cara gacha. La habíamos perdido. Cómo no nos habíamos dado cuenta de que se había tomado casi toda la botella de tequila. Aunque le dimos agua, palmaditas en los cachetes y la llevamos a rastras al water para que expulse al demonio de Tazmania, fue inútil. Al rato, todas las cabecitas fucsias estábamos sentadas alrededor del sueño de Sharon, pensando en lo poco que había durado nuestra fantasía. Algunas tenían la ilusa esperanza de que iba a despertar, pedían café para resucitarla, pero las más realistas tuvimos que asumir el grave error de la noche: no haber controlado el excesivo entusiasmo de la novia. No nos quedó otra alternativa que cargarla para llevarla a su cuarto. Cuando la arropamos, la moribunda abrió los ojos y alcanzó a pedir un último deseo: vayan a divertirse por favor, háganlo por mí, aprovechen su noche de conejitas.

No fue difícil cumplir el deseo de la novia. Ya teníamos el bus pagado, las reservaciones hechas, había trago para todo nuestro recorrido y, sobre todo, nuestras nuevas identidades estaban ansiosas por salir del encierro. Así que subimos al bus, no sin pena y cargo de conciencia, ratificando la consigna y el pacto de la noche en nombre de Sharon. Así, entre flashes para las poses sexys, gritos de salud y cumbia, iniciamos el recorrido saludando a los taxistas, a los aburridos transeúntes, a los que cabeceaban en los micros y de pronto parecían despertar con el color fosforescente de nuestras pelucas y besos volados. Éramos la sensación. Esa noche comprobé que a las mujeres nos encanta ser putas. Apenas se nos da la oportunidad, desatamos nuestras represiones, amparadas en un oportuno disfraz. En las discotecas, los chicos eran nuestros, los sacábamos a bailar jalándolos de los cuellos de las camisas. Parecían poseídos, siguiéndonos como zombis, y las mujeres nos miraban con envidia. Pasamos de Xcess a Spa, Barza y Vocé (ahí perdimos a una, parece que se encontró con alguien, o eso nos dijo), cumpliendo algunos retos divertidos, con un aire de candidez que me conmovió. La máxima hazaña de la noche fue invitarle un trago a un desconocido. Eso fue lo más atrevido que vi, y lo último. Cuando llegamos a Sakuara yo ya estaba harta del trago, del humo, de la música estridente y el tumulto. Hace tiempo dejé la vida loca y ya me desacostumbré a la juerga de “hasta las últimas consecuencias”. Para vacilón ya había tenido bastante y llegó un momento en el que me sentí fuera de lugar. Lo único que me provocaba era que alguien me rescate de ese antro. Así que, amparada por la bravura del alcohol, llamé a J a las tres de la mañana y le pedí que me fuera a recoger. ¿Qué? ¿Quién habla? —contestó con voz somnolienta—. No puedo, llama a un taxi seguro para que te lleve a tu casa. Colgué desilusionada. Su rechazo me había devuelto la sobriedad en un minuto. ¿Qué había hecho? El ridículo. Fui al baño a quitarme la peluca para poder tomar un taxi sin que me confundieran con puta callejera y me encontré con Pía, dispuesta a hacer lo mismo que yo, solo que a ella la esperaba su esposo en la puerta de la disco.

No sé si esa noche todas llegamos a liberarnos y si valió la pena. La novia no había despedido su soltería, ni había sido testigo de nuestros cómicos disfuerzos de seducción. Y mi disfraz de chica playboy me había terminado convirtiendo en una conejita de verdad: desvalida, desorientada y huidiza, buscando cobijo en una madriguera perdida.

sábado, 5 de julio de 2008

La mariposa y la cuchara de plata

Llevé a mi hija al doctor para que le hagan un examen. La cola era larga, esperaríamos por lo menos media hora y yo debía ingeniármelas para distraerla. Sacamos papel y plumones y le hice unos laberintos para que pudiera llegar a casa. Le encantó el ejercicio. Luego ella hizo sus propios laberintos, todos cerrados, para que yo intentara llegar a mi casa también, ¡pero era imposible! No hija, tienes que dejar espacios abiertos para que no me quede encerrada, ¿entiendes? Ah ya, me dijo. Volvió a tomar el plumón y, generosamente, hizo un camino de líneas bastante separadas por donde yo podía pasar sin problemas. Además, dibujó dos puntos de llegada. Uno, la casita; y el otro, las letras “i” “e” “a”. Lo primero que hice fue llegar a las vocales, sin saber que con eso ella me exigiría que le cuente un cuento. Ya, te voy a contar un cuento acerca de la inocencia. ¿Qué es la inocencia mami? Es la capacidad de sorprenderte y disfrutar como la primera vez hijita, así como cuando tú disfrutas de tus cuentos, una y otra vez. Sí sí, es que me encanta que me cuentes cuentos mami, es mi cosa favorita del mundo. Ya, pero ahora te voy a contar uno nuevo, ¿qué te parece? ¡Uno nuevo! ¡Sí!

Cuenta la historia que un día, la mariposa más joven del bosque, se encontró con un objeto brillante que proyectaba una luz intensa. Curiosa, se acercó sin medir el peligro y agitó sus hermosas alas en torno al curioso objeto. De pronto, le pareció ver a otra compañera revolotear al frente de ella, nunca la había visto antes, se posó cerca a la cavidad redonda del objeto para observarla con detenimiento. Su cuerpo era verde con una franja amarilla en cada lado, y sus alas, de un verde más pálido, tenían un círculo rojizo en la parte delantera y un par de manchas transparentes rodeadas por anillos amarillos y azules. Sus alas posteriores terminaban en una fina cola larga que parecía ser el velo de una princesa de cristal. Era perfecta, etérica, delicada, casi transparente, parecía un espejismo. No pudo quedarse mucho tiempo a observarla, el calor que emanaba aquel objeto era muy intenso y su frágil cuerpo no resistía más. Así que salió presurosa y se quedó vigilando el lugar, pero no la volvió a ver pasar por ahí. Por un momento pensó que su imaginación la estaba traicionando y tuvo que comprobar si había inventado aquella visión de ensueño. Así que al día siguiente decidió aventurarse a buscar nuevamente a la magnífica mariposa de cristal. Se posó cerca del objeto extraño e inmóvil y la volvió a encontrar, mirándola también a ella. Parecía atrapada, seguro aquel objeto era del mundo de los hombres, y la tenían presa. Se aproximó lo más cerca que pudo, la otra parecía sentir la misma curiosidad, estaba ansiosa por salir, también la olió y la vio con detenimiento. Pero seguía sintiendo algo extraño en ella, parecía irreal, fantástica y no podía dejar de admirarla. Quedó tan fascinada que todos los días visitaba a su princesa de cristal y le regalaba por horas su compañía y contemplación. Hasta que una mañana, la pequeña mariposa no encontró a su espléndida compañera ni al extraño objeto que la contenía. La buscó desesperada por todo el bosque, pero fue en vano, no la volvió a ver. La cuchara de plata había desaparecido y con ella su propio reflejo.

Debo aclarar que el relato estuvo lleno de interrupciones y preguntas, sobre todo respecto al final, pero mi hija se quedó fascinada y sobre todo entretenida, justo el tiempo que duró la espera. ¡Mamá! —dijo, mientras entrábamos al consultorio— ¿La mariposa no sabía que se estaba mirando en un espejo? No, no sabía, ¡no se conocía! ¿Te imaginas si no supieras cómo eres? Si no existieran los espejos no sabrías como es tu carita amor. Sólo sabrías que eres hermosa porque yo te lo digo, dependeríamos de los ojos de los demás para saber cómo somos. Ella no respondió, no tuvo tiempo, la doctora ya le había tomado el brazo y le estaba dibujando unas cruces. Luego, colocó unas gotitas al costado de cada cruz y pinchó cada una de ellas con unas puntas metálicas. No puedes tocarte, dijo la doctora, te va a picar pero si te rascas te voy a tener que volver a pinchar y eso no queremos ¿no? Y yo debía soplar, distraerla, tenía que seguir hablando, y tomarla fuerte del otro brazo para que no se tocara. ¡No me aprietes mami!, no me voy a rascar, solo te voy a señalar para que me soples. Tuve que soltarla y confiar en ella. Retiré la mano lento, preparada por si caía en la tentación. ¡Esto no me está gustando nada mamá! —me dijo entre lamentos, con desesperación— ¡Me pica! ¡Me pica! Yo sé hijita, pero ya va a pasar, solo es un ratito ¿si? ¿Y en la casa me voy a poder rascar? Sí, en la casa sí amor, solo aguanta un poco más. Te prometo que saliendo de aquí te compro algo riquísimo, lo que tú quieras. ¡No quiero nada! La doctora se levantó de un salto y abrió su armario para sacar unos palitos para lenguas de Micky Mouse. Le regaló uno de cada color. Como por arte de magia —la de Disney, sin duda— mi hija cambió de cara y se olvidó de la picazón. Yo le propuse contar cuántos palitos habían, mientras que las ronchitas de su brazo crecían cada vez más. La doctora aprovechó para sacar su regla de plástico y midió cada una. Luego apuntó en un papel las dimensiones exactas. Finalmente pasó un algodón con alcohol encima del brazo. ¡Eso rasca! Sí amor, al fin se terminó. Es alérgica a tres ácaros —concluyó la doctora— el Dermatophagoides pteronyssinus, el Dermatophagoides faringe y el Blomia tropicales. Están en el polvo, en las cosas guardadas, debe seguir estas recomendaciones, y me dio un folleto: “Orientación para pacientes alérgicos”.

Al salir del consultorio le pregunté a mi hija qué quería, porque había sido muy valiente. Pero, al parecer, realmente no quería nada. Solo chupaba, uno a uno, los palitos de colores con cara de Micky y los juntaba en una bolsa para llevarlos a casa. Su idea era seguir llenando su caja de chucherías, que tiene desde piedritas de colores, stickers y zapatitos de la Barbie, hasta relojes sin pilas y tarjetas de crédito vencidas. Yo estaba dispuesta a comprarle lo que ella me pidiera —si le hago una promesa siempre trato de cumplirla y nunca le miento—. Sin embargo, le había dicho algo que no era totalmente cierto. Mientras salíamos a tomar taxi pensaba que, aunque existan los espejos, siempre dependemos de la mirada de los demás. Por eso no podía olvidarme de la carta de J, y por eso me seguía sintiendo como en una sala de espera, aguardando su llamada. Quizá sea el momento de dejar de esperar, pensé. ¡Sí quiero algo mami!, me dijo al fin, trayéndome de vuelta. ¿Qué hijita, qué quieres? —le contesté con entusiasmo—. Levantó sus ojitos, puso una manito alrededor de su boca y me susurró al oido: una cuchara de plata.