jueves, 22 de enero de 2009

Siempre conmigo

Haciéndole un cariño al abuelo en el estadio

Abuelita, mándame un taxi rápido ¿si? Eso te dije la mañana de tu despedida. No terminé de pronunciar las palabras cuando apareció uno. Salí apurada, sin maquillaje, y en el carro tuve que sacar mis pinturas para estar presentable. No podía aparecerme con la cara lavada. Ni hablar. Tú siempre fuiste tan coqueta, bellísima, y para tus ojos yo siempre estaba linda. Yo era para ti la flaca, pero hace tiempo dejé de serlo abue. Aún así, tu mirada hacia mí siempre fue de dulzura y admiración. ¿Quién es esa chica tan linda?, le decías a mi mami cuando te fallaba la memoria. ¡Es tu nieta!, te contestaba ella entre risas.

El taxi me llevó al ritmo de cumbia y pensé que estaba bien despedirte con aquellas letras en las que se muere de amor. Siempre fuiste una rompecorazones. Aunque hubiera preferido escuchar a tu Gardel querido y amenizar con tango tu partida. Lo bueno es que llegué a tiempo y volví a verte, echadita con el rosario entre los dedos. Era como si quisiera retenerte con los ojos. Me hubiera podido quedar mirándote por horas, pero ya no estabas ahí, era inútil. Aún así, me acercaba una y otra vez al féretro para volver a mirarte, maravillándome con tu carita sin arrugas, a tus 88 años.

Sé que te gustó la misa. ¿Escuchaste el canto de los pájaros? Silbaron, igualito a cuando te paseabas cantarina por toda la casa. Y el coro te hizo un homenaje cuando cantó cómo no creer en Dios. Me sorprendió escucharla, fue como si lo hubieras pedido. ¿Te acuerdas cuando me llevabas a misa? Siempre decías que adorabas esa canción y la tarareabas mientras me tenías cogida del brazo.
Pero el broche de oro fue la canción del final, que llegó para arrancarnos las lágrimas, por si a alguno se le ocurría ser valiente y resistirse a la pena de no volver a verte. Como quisera, ay / que tu vivieras / que tus ojitos jamas se hubieran / cerrado nunca y estar mirándolos.

Cuando todo terminó y llegamos a casa, entré a tu cuarto para buscar entre tus recuerdos. Me emocionó encontrar las cartas que te escribí cuando era niña, y mis dientes de leche. No tenía idea que los tenías guardados. Me encantó tu cuaderno de poemas y algunas cartas de tus enamorados. Hace unos años, cuando te pusiste mal, uno de ellos te llamó desde Italia, ¿te acuerdas? No lo veías hacía cincuenta años ¡pero se seguía acordando de ti mujer! ¿A cuántos les rompiste el corazón? Ya veo de dónde me sale lo veleta y enamoradiza. Dejaste a varios muertos de amor cuando te casaste con mi abuelo. La carta que más me impactó fue una que, en vez de decir el clásico te amo, decía, yo te admiro. Y cómo no admirarte abuelita, eras una mujer intensa, apasionada, toda una artista. Además de valiente, atrevida y luchadora. Te casaste en la treintena —ya eras recontra solterona para la época— y te atreviste a enfrentar a tu hermano mayor para defender a una de tus hermanas de un matrimonio arreglado. Amabas la libertad, eras caritativa y generosa. Nunca te olvidaste de tu hermano enfermo. Lo ibas a visitar todas las semanas (lo recuerdo clarito porque odiaba acompañarte) y siempre le llevabas algo de comer y le hablabas al oído. Fuiste la única que jamás se olvidó de él. Y a nuestro querido Rómulo, el jardinero ciego y sordo (no entendíamos cómo tomaba los micros y llegaba a casa) nunca le faltó un plato de comida bien servido y un trabajo que le dejabas hacer por caridad, solo porque lo hacía sentir vivo.




Trabajaste tanto abuelita, durante toda tu vida. A la par que mi abuelo. Y cuando él se fue y quebró la fábrica seguiste trabajando en tu casa. Fuiste diseñadora, costurera, administradora, contadora, todo sin haber podido seguir una carrera, como siempre fue tu sueño. En la época en que se pusieron de moda las licras, mi hermana y yo las teníamos por montones, en todos los colores, gracias a ti. Y hasta ahora tengo chompas de la fábrica porque las hacías de tan buena calidad que los colores y las fibras se mantienen intactas.

Tengo varias imágenes tuyas imborrables. Primero, al volante de tu engreído. Tu Ford Galaxie rojo al que le decíamos la lancha. Todavía recuerdo el sonido adormecedor del motor y aquellos amortiguadores de lujo que nos hacían flotar (en esa época no tenía idea lo que era viajar en un buen carro). Nunca usamos un cinturón de seguridad, pero qué segura me sentía en aquel carrito que nos llevaba hasta Santa María. Esa es mi segunda imagen imborrable, tú en el mar. Cómo no adorar el mar si tú me enseñaste a amarlo. Sólo viéndote gozar como una niña, con tu coqueta ropa de baño blanca y negra con faldita. Te bañabas con gorrita y te metías debajo de la ola tapándote la nariz y los oídos a la vez. Contigo aprendí a meterme guacaches y a entender quechua sin darme cuenta. Para el frío estaba el a lalau, y para el asco, el a tatau. Cómo nos divertíamos con los capeitos y recogiendo machas. Llenábamos baldes enteros. Y cuando llegabas a casa las metías al agua hirviendo, todavía vivas, y preparabas un arroz con machas con tu sazón inconfundible. Esos momentos post playa también eran deliciosos. Teníamos la piel encendida y los ojos adormilados pero el corazón repleto de felicidad.
¿Te acuerdas cuando en una época se nos dio por ir aquí, abajo nomás, a las playas de la Costa Verde? Y llevabas tus sanguchitos de pollo con apio en pan de molde (sin corteza, claro). Cómo olvidar tus hojas de parra que, aunque me da vergüenza contarlo, llevábamos en olla a la playa. Éramos las árabes más cholas del Perú! Y tu cuje, el mejor de todos.

Abuelita querida, gracias a ti hemos tenido las navidades más lindas del mundo. Eras tan organizada que ibas comprando desde principio de año los regalos y los escondías bajo llave. Y tus canastas gigantes llenas de dulces. Una para cada nieta para que no nos peleemos.
Gracias a ti probé el queso Philadelphia, que me parecía un tesoro cuando llegaba hasta Piura en cooler, igual que los tartufos de Lamborghini. Gracias a ti supe lo que es tener una mascota, en tu casa siempre habían perros. Y en tu radiola descubrí maravillada a los Beatles.
Adorabas las muñecas porque nunca pudiste tener una cuando eras niña. Aún recuerdo a la Barbie española que nos trajiste en uno de tus pocos viajes a Piura (no volviste más porque odiabas el calor y los bichos). Cómo olvidar tus manías. Cada vez que salíamos de la playa o de cualquier otro lugar, nos preguntabas, ¿están ahí, están todas? O cuando te confundías y decías las primeras sílabas de tres nombres seguidos antes de llegar al correcto y renegabas mientras nosotras nos carcajeábamos.

Recuerdo tu emoción al comprar las figuritas de los álbumes. Te arreglabas con los ambulantes para que te las vendan sueltas y juntabas las repetidas para cambiarlas. Gracias a tu cuidado hasta ahora conservamos nuestro álbum favorito, el de Sarah Kay.

Abue, me podría pasar escribiendo hojas de hojas acerca de ti. No sabes lo orgullosa que me siento de haber tenido una abuela como tú. Mis años maravillosos fueron los que pasé contigo. Tener una abuela es el regalo más valioso que un niño puede tener, pero no una abuela cualquiera, sino una como tú. Ahora tengo 33 años y recién vivo la muerte de un ser querido. Y, aunque es un privilegio haberte tenido entre nosotros durante tanto tiempo, todavía no puedo creer que ya te enterramos.

Perdóname por no haber podido asistirte cuando estabas en las últimas. No tuve el valor de mover tu cuerpo adolorido y ayudar a mi mamá, que no sé de dónde sacó fuerzas para cuidarte con tanta dedicación. Pero nos miramos a los ojos, ¿te acuerdas? Fue nuestro último contacto. Cuando salí del cuarto, huyendo, rompí en llanto y recé para que tu agonía terminara, para que tu cuerpo no sea más una cárcel. Una semana después ocurrió. Hacía varios días había estado esperando la llamada de mi mamá con la noticia, pero cuando finalmente lo hizo me tomó desprevenida, y en la playa, en nuestra playa abue. Volví de inmediato para darte el último adiós. Mi hermana, que heredó tu fuerza, ya te había vestido y maquillado, y yo te acomodé los dedos de las manos y te los besé. Sentí paz.

Abuelita, son tantos recuerdos y tanto qué agradecerte. Lo que no recuerdo, ¡que ingratitud tan grande!, es haberte dicho te quiero, cara a cara. Lo sentí siempre y te lo escribí en mis cartas infantiles. Nunca lo dije. Pero sé que no es tarde. Aunque no puedes venir a contarme qué tal es la muerte, sé que me escuchas, no me cabe ninguna duda. TE QUIERO ABUE y siempre serás para mí aquel tintineo de campanita que hiciste sonar cuando te despediste estando allá arriba, cerquita de Dios. Espérame, algún día nos vamos a volver a encontrar y sé que me vas a llevar de la mano para que no sienta miedo, de la misma forma que me enseñaste a enfrentar las olas del mar.

Aquí te dejo un tango de Gardel, para ti abue: "Por una cabeza". http://www.youtube.com/watch?v=Os8uUf7pQac