lunes, 10 de diciembre de 2007

ALGUIEN QUE ME QUIERA


Presentación de la novela Alguien que me quiera de Giselle Klatic.
Miércoles 19 de diciembre de 2007, a las 7:30 p.m. en el bar Patagonia, Bolívar 164 Miraflores. Los comentarios estarán a cargo de Iván Thays y Mihaela Radulescu.
Sinopsis:
Fátima va a cumplir 30 años. Desea escribir un libro, pero la idea de un diario íntimo la seduce primero. Así, aparece ante nosotros el Místico, su primer amor, con el que descubre un universo de chakras y guías espirituales; Amador, el maestro de las palabras, que le abre las puertas al mundo de la literatura; y Salvador, un terapeuta que la hipnotiza, revelándole los misterios de su niñez y de otras vidas. Fátima los llama sus tres “magos” y en medio de ellos aparece el Poeta, amigo de la infancia, con el que reencuentra viejos tiempos y perturbadores deseos.

El parto del diario es también el parto de su hija, y el lector entra sin querer en la vida secreta que Fátima trata de develar en cada domingo solitario de café. Amor, ternura y soledad son los ingredientes de este libro, que despierta en nosotros el deseo original de ser protegidos: abrir los brazos y buscar, con el llanto del niño recién nacido, el cuerpo de alguien que nos quiera.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Héroe de papel


Esa tarde me dediqué a observarla. Ya la había visto otros días en el mismo lugar, en la última mesa del corredor que daba a la calle, pero esta vez se veía alarmada e impaciente. No dejaba de mirar a la puerta y entre sus manos tenía una servilleta que le había servido para hacer improvisadas figuras de origami: un avión que luego se había convertido en barco y que jugaba a encogerse y alargarse entre sus manos. Aburrida, lo volvió a deshacer y procedió nuevamente a doblar. Era un tarea que hacía mecánicamente y sin prestarle mucha atención. Finalmente, irritada por la aparente espera, terminó por deshacer un pájaro y de mala gana arrugó la servilleta y la echó con gesto displicente en la taza de café. Estuve tan atento a sus maniobras y encariñado con sus creaciones que casi pude ver cómo el papel iba absorbiendo el líquido negrusco y se teñía, haciéndose cada vez más frágil. En ese preciso momento entró un joven con apariencia de yupi de Wall Street y se sentó en la barra. Ella quedó paralizada, era evidente que era la persona que estaba esperando hacía media hora. Se le quedó mirando mientras se mordía una uña y dejaba caer los dedos de su otra mano alternadamente sobre la mesa. Pasaron unos minutos y pareció haber encontrado una respuesta. Volteó súbitamente para coger su cartera y sacó un lapicero, tomó una servilleta y escribió algo de unas tres líneas. Lo dobló y le pidió al mozo que se lo diera al joven. Luego salió rápidamente del café. El yupi en cuestión recibió el mensaje, lo leyó e hizo un gesto de búsqueda en dirección de la última mesa que le había señalado el mozo. Luego sonrió burlonamente, lo arrugó y lo echó en el plato con restos de papas fritas y ketchup.

Este evento me había dejado inquieto. Ver a esa jovencita, no muy agraciada por cierto, con aire de intelectual y evidentemente desesperada por aquel hombre me había puesto nervioso. Volví a pensar en ti, aunque desde el incidente no puedo dejar de hacerlo cada minuto, pero después de ver a esa muchacha te me presentaste tan vívidamente que no pude contener algunas lágrimas. No te veo hace tanto tiempo, todavía me asusta que estés sola, en otro país, a merced de cualquier desgraciado que te rompa el corazón. Pero claro, tú eres linda… peor aún, ser muy linda en este mundo también es un problema y para ti fue una desgracia. Siento mucho nuestra pelea de la última vez, fui muy grosero contigo y hasta hoy no puedo llamarte, no me dejan. Sé que te quedaste muy alterada y en el camino te volviste a topar con aquel infeliz que se quiso aprovechar de tu soledad, de nuestra soledad mi amor. Si yo hubiera estado a tu lado, nunca hubiera permitido que te trataran como aquella servilleta inservible que luego es arrugada y tirada sobre los restos de un caníbal. Pero mejor te sigo contando para que sepas lo que hice por ti.

A las siete salí del lugar y me fui caminando a casa. Todavía seguían las bocinas, los cambistas, la gente que iba y venía, siempre apurada, subiendo a los taxis y a los micros. El pavimento vibraba bajo mis pies, era toda esa urbe adolorida que parecía estar gritando auxilio. Y yo, escuchándolos a todos, a toda esa calle que volaba y me oprimía. Me fui directo a un grifo y me compré una botella de pisco. Acá no tengo pisco, ni nada, apenas ayer pude ver el jardín hermoso por donde caminas. Ya vi cómo les sonríes a todos con tu vestido blanco y a mí ni me miras, ¿sigues enfadada conmigo?

A la mañana siguiente me desperté pensando en mi nombre: Elías Aguirre. Irónico no? un nombre de héroe para alguien que no ha hecho nada importante en la vida. Otra vez comenzó a torturarme esa idea, en unos veinte años más, si tenía suerte, me moriría sin haber dejado algo que me perpetuara. Miré por la ventana para ver si me animaba un poco, era uno de esos días opacos, el invierno había llegado con toda su insolencia y del mar se aproximaba una neblina densa y una sensación húmeda que me calaba los huesos. De inmediato lo relacioné con mi rodilla, me la había malogrado en un partido de fútbol por tratar de seguir creyéndome un muchachito. Esa rodilla me traería problemas más adelante, lo sabía. Seguí colgado del paisaje, tratando de ver al menos un poco de espuma y algún brillo en aquellas aguas plomas, pero fue inútil, la neblina ya se había desplazado tapándome el horizonte y ahora tenía en frente a un montón de vejestorios practicando una especie de danza ridícula que se había puesto de moda. Cerré la ventana, me dio escalofríos imaginarme a mí en esas danzas, todavía no estaba tan viejo, pero estar solo me había echado encima un paquete de años que no me correspondía. ¿Sabías que ya no tengo ventana? Ahora tengo neblina por los cuatro costados y la rodilla, esa rodilla me tiene aquí sentado todo el día. Pero mañana seguro te vuelvo a ver y cuando sepas como terminó todo me vas a perdonar y vamos a volver a escuchar a Louis Armstrong. ¿Te acuerdas que lo poníamos todos los domingos cuando preparábamos juntos la cena? Ese día estaba desesperado, con la impotencia de no poder volver a verte, así que salí dispuesto a ser por fin un hombre digno de llevar mi nombre, a ser tu héroe chiquita.

A las seis de la tarde volví al cafetín. El lugar parecía oler a ti, no entendía bien qué sucedía hasta que me di cuenta de que en los parlantes sonaba Mack the knife, eras tú mi vida, anunciándomelo todo. Me puse un poco nervioso, ya no tenía dudas de lo que pasaría, a pesar de que no veía a la muchacha en el lugar de siempre. Pero a quien sí vi fue al yupi con su mismo plato de bistek con papas, devorando, sin ver a nadie más a su alrededor. Me quedé hipnotizado viendo a esa bestia que deglutía sin parar y cuando menos lo esperé llegó el mozo nuevamente con una servilleta doblada. Giré la cabeza hacia la última mesa del corredor y la vi a ella, esta vez no había huido, sino que esperaba conteniendo la respiración, mirándolo fijamente. El le devolvió la mirada y sin quitarle los ojos de encima se limpió la boca con el mensaje, lo arrugó y esta vez lo echó en la taza de café a medio terminar. Ahora aquella servilleta estaba corriendo la misma suerte que las figuras de origami que hacía la muchacha, la misma suerte que corriste tú hijita, ahogada en un pozo negro, cada vez más frágil, flotando y deshaciéndote, con alguna súplica borrada en el fondo de la taza. No quise voltear a mirarla, humillada, solo me paré, me dirigí a la barra y tarareando el inglés ronco de Armstrong tomé el cuchillo del bistek y se lo clavé en el estómago (para que no pudiera digerir su último bocado). El hombre cayó de la silla con cara de horror y se agarró el vientre ensangrentando pidiendo ayuda. Yo me lo quedé mirando, cantando ahora sí a voz en cuello y esperando por ti.

martes, 6 de noviembre de 2007

Ropa sucia



Eran las tres de la mañana. Bernardo la vio cruzando la pista. Llevaba un abrigo largo, hasta los tobillos. Se paró en la plaza San Martín y encendió un cigarrillo. No parecía temer nada, a pesar de que era un blanco fácil para los pirañitas de la zona. Pero los chibolos que pasaron por su lado la trataron con familiaridad, se quedaron conversando un rato y luego se fueron, después de que ella les diera un paquete pequeño dentro de una bolsa blanca. Bernardo no pudo evitar la curiosidad, aquella mujer parecía su salvación después de haber pasado una noche bastante aburrida. Se acercó resuelto a entablar una charla con ella. Hola, ¿no te da miedo estar aquí tan solita? Ella lo miró de reojo y botó una bocanada de humo. Ya te había visto y no pareces del tipo violador de esquinas, además creo que el que debería tener cuidado eres tú. ¿Ves a esos chiquillos? —dijo señalando con el cigarrillo hacia el cine Colón—, ya te están tazando, cuando te vayas te van a atracar. Bernardo se puse un poco nervioso y volteó a mirar. Efectivamente, había dos de ellos merodeando en una esquina. Alrededor la calle estaba desierta. No pareces ser de por aquí, nunca te he visto. A veces me vengo a tomar unas chelas al Munich. Y ¿estás solo? Sí. Entonces te aconsejo que me invites una chela si quieres salir vivo de aquí, vamos. Bernardo aceptó la propuesta de la mujer, no por miedo sino por puro sentido de aventura.

Bajaron al bar y pidieron una jarra. Ella encendió otro cigarrillo y se le quedó mirando. Él también la miró como pocas veces miraba a una mujer: de frente, directo a los ojos. Los tenía tan negros que parecían dos túneles por donde uno podía perderse. Bernardo sintió una ligera sensación de angustia que cerró su garganta, tal vez era el bate que se había fumado antes de salir del bar. Ella se quitó un mechón que le caía sobre la frente y apoyó la mano del cigarrillo debajo de la quijada. Los rizos desordenados de su pelo enmarcaban un rostro rudo, y el humo y la poca luz la hacían ver como una aparición fantasmal. Él la siguió mirando, y su cara comenzó a transformarse, la vio como a una fiera: salieron un par de colmillos de su boca, la nariz erizada de aletas abiertas exhalaba un vapor furioso, y su mano apoyada en la cara era una garra. Bernardo cerró los ojos por un momento y los volvió a abrir, al fin les habían traído la jarra y tomó un trago. Estoy buscando mi ropa, dijo la mujer con la mirada perdida. Me la robaron, la tenía pegada a la piel y era roja. Su voz era más grave y con una cadencia mortuoria. Qué interesante, pensó él, esta mujer está loca, y comenzó a subirle una sensación de euforia que lo puso colorado. Ella volvió su mirada hacia él y le dijo: a ti hay que quitártela, por eso has venido a buscarme ¿no? No en realidad, no lo planeé, pero ya que lo mencionas, puedo dejar que me la quites. Y le alargó una sonrisa con sus ojos semi dormidos, sintiendo que ahora la euforia se alojaba debajo de su pantalón. Tú y yo no somos iguales, no sabes lo que es estar metido en la mierda. Volteó la cara con amargura. Él levantó su vaso e hizo un gesto de brindis para que ella le devolviera sus ojos. Y tu ropa, esa que estás buscando, ¿por qué te la robaron? Porque estaba sucia, pero era mi ropa y yo podía haberla limpiado. No te apenes, seguro puedes ponerte otra más bonita. Ella levantó la mirada y le lanzó sus ojos furiosos. No entiendes nada, le dijo. Tal vez, a veces soy un poco bruto, no te molestes, si quieres yo te ayudo a buscarla, y le tomó la mano. Ella hizo un gesto ambiguo con la boca, podía ser un intento de sonrisa o una señal de fastidio. Ahora estoy desnuda y vulnerable y cualquiera puede tomarme, por eso llevo mi navaja. Metió la mano al bolsillo y sacó un cuchillo pequeño con una punta fina. Con esto me defiendo. Eres pata de los chibolos de por acá ¿no? Sí, a veces les dejo unos sánguches que me prepara mi mamá, pero yo no los como, no confío en esa bruja, por su culpa me robaron mi ropa. Deberíamos irnos, acá estamos rodeados de demonios. ¿Demonios? Pero si los demonios no existen, nosotros los creamos y están aquí —dijo él tocándole el corazón con el dedo índice. Hacer eso fue como apretar el botón de una bomba, la mujer se lanzó sobre Bernardo y le volteó la cara de un bofetón. Él se quedó paralizado, viendo cómo ella acercaba su cara poco a poco, hasta rozarle la punta de la nariz. ¡No te metas conmigo!, ¿quieres que te de otra? No, le dijo él, manteniendo su cara firme, no me gusta que me peguen. Entonces vámonos de una vez de aquí. Ella tomó su mano y de un jalón lo sacó de la silla.

En la calle, Bernardo caminaba como un zombi a su lado, con miedo pero sin poder reaccionar. Se dejó llevar hasta un callejón y entró a un cuartucho oscuro que tenía una tarima, una mesita de noche y una silla. Había una cómoda con los cajones abiertos y con ropa colgando. Olía a humedad y a aquel tufo salado que había sentido en su piel cuando la tuvo tan cerca. Desde ese momento lo que sucedió pudo haber sido obra de su imaginación. Ella se quitó el saco, tenía puesto un camisón delgado que apenas le cubría el cuerpo, comenzó a desvestirlo y a besarlo sin respiro. Él la ayudó con la correa, el cierre de su pantalón, los zapatos. Cuando menos lo esperó estaban tendidos en la tarima. Ella se pegó a él como una sanguijuela, succionando su miembro desde un hueco negro y húmedo, dejándolo aferrado al colchón como por una fuerza centrífuga. Él pudo ver claramente cómo sus manos se alargaban, metiéndose dentro de unos pechos que se abrían y cerraban como pétalos carnívoros. Abrió más los ojos, tratando de recobrar la lucidez, pero aquel trance era más fuerte que él. Sus alucinaciones no cesaban. Aparecía y desaparecía el rostro que vio transformarse en fiera, los demonios que él mismo había dejado salir, tocando esa piel blanda que parecía de hule bajo sus manos. Un fluido caliente subió por sus venas haciéndolo pestañar. Su cabeza comenzó a girar cada vez más rápido y una sensación de vértigo lo hizo caer. La luz de la ventana dio contra su cara.

Cuando Bernardo despertó ella ya no estaba. Sólo estaban él, su resaca y una sensación extraña de falta. El cuarto ahora tenía las paredes descascaradas y el piso de losetas desvencijadas. Se incorporó con dificultad y levantó su pantalón para buscar la billetera. Lo primero que vio fue el condón que no usó y que le restregaba en la cara lo imbécil que había sido. Luego se dio cuenta de que ella no podía haberse llevado nada porque los últimos soles que tenía se los había gastado en el bar. Trató de recordar cómo había sucedido todo pero las imágenes iban apareciendo desconectadas unas de otras, hasta que después, cuando llegó a su casa, pudo reconstruir los hechos y relatarlos guiado por las emociones que habían quedado grabadas, más que por el sentido lógico de la razón. Los días pasaron y aquella sensación de haber sido despojado de algo seguía latiendo, como una alarma que no dejaría de sonar hasta que despertara de un sueño letárgico. No fue sino meses después cuando por fin despertó y se dio cuenta de que verdaderamente algo le faltaba, su ropa no volvió a ser la misma.

martes, 2 de octubre de 2007

Ciudad revelada


Todos los sábados, a las tres de la tarde, me esperaban en el cuarto de la muerte. Era un cubículo oscuro e infectado, y llegar hasta ahí significaba morir un poquito cada semana. El lugar quedaba en la Av. Abancay, así que tenía que atravesar esa Lima que rebalsa, en un trayecto de bocinas infames, humos densos, rostros de hastío y resignación. Y yo debía estar acorde con aquel aire moribundo: buzo viejo, polo largo y ancho, cara lavada, pelo recogido de colegiala. Mis tabas, las más gastadas.
Bajaba del micro una esquina antes de llegar al edificio. Mi paso ligero hacía mover mi cola de un lado a otro. Iba directo a mi objetivo. Sin titubear, esquivaba las manos hambrientas, el discurso de los ambulantes a medio camino, alguno que otro escupitajo. Miraba a todos lados, siempre atenta del fulano que iba detrás, sujetando con fuerza las asas de mi mochila. Una tienda de tortas coloreaba el paisaje gris con rosados chillones y quinceañeros. He venido hasta aquí para verte sufrir, traidora, solía gritar la cumbia de un parlante. O también, miénteme, miénteme, hazme creer que este es el paraíso papi…

El edificio era un bloque teñido de todos esos dióxidos que habitaban la calle a diario. Había una reja que siempre estaba abierta, y al entrar, un olor rancio a orines secos te golpeaba la cara. Había un ascensor, pero nunca se me ocurrió entrar, quedarme atrapada en aquel aparato me asustaba más que volar los cinco pisos que me llevaban hasta mi destino. En esas carreras desesperadas siempre imaginaba que alguien aparecería y trataría de hacer uso de lo ajeno, de mi cuerpo claro, porque otra cosa no se podrían llevar, no cargaba nada de valor. Pero siempre me acompañó un silencio de abandono. Nunca se asomó un alma por aquellas escaleras que subía de a tres. Aunque una vez comprobé que el edificio no estaba deshabitado.
Cuando llegaba al piso tenía que caminar por un corredor vacío hasta el 508, el número salvador. Una de aquellas veces vi en el camino una puerta entreabierta y no pude resistir la tentación de asomarme. Una familia numerosa estaba reunida en una mesa larga y se escuchaba el parloteo de un televisor. En la cabecera de la mesa, un hombre parecía hipnotizado. Espalda recta, mirada perdida, su mente estaba atrapada en un barullo de voces fantasmales. Lo quedé mirando y logré entrar en su letargo y ser él por un instante, hasta que sus ojos me encontraron. Desvió la mirada nerviosamente y yo sólo atiné a alejarme lo más rápido que pude.

El 508 era la cuarta puerta del corredor. Debía tocarla dos veces, dejar un silencio y volver a tocar una vez más. Esa era mi clave, nunca supe bien por qué la usaban, si era porque no querían recibir a alguien o porque el lugar era más peligroso de lo que imaginaba. Si no estaban listos ellos respondían con dos toques y yo tenía que esperar de dos a tres minutos más. Si estaban listos abrían la puerta haciendo sonar el pegamento de la cinta aislante que se desprendía de la pared. Ya adentro me codeaba con dos o tres personas en un cuarto minúsculo, con un ventilador que recirculaba nuestras respiraciones apretadas y nos hacía creer que entraba aire fresco. A veces tenía suerte y sólo estábamos Rolando y yo, pero siempre pasaba ahí dos horas asfixiada de químicos, que poco a poco hicieron que mi cuerpo generara un rechazo brutal al fixer, al dektol y al ácido ascético. Pero en ese momento estaba tan fascinada viendo la magia de los revelados que no me daba cuenta. Esperaba paciente los segundos del reloj para sacar las tiras de prueba y luego los minutos inacabables meciendo bateas para obtener la imagen que había proyectado. Los papeles nadaban después de haber pasado por mil y un artimañas bajo la luz de la ampliadora, en la que unos aparatos hechos de cartulina y alambre o incluso las mismas manos, servían para tapar algunas zonas o para exponer otras a más tiempo de luz.

Así fueron mis primeras prácticas en el cuarto oscuro de la Avenida Abancay. Nunca salí de ahí con una foto reveladora. Mis blancos y negros eran todavía demasiado contrastados y el papel barato no ayudaba a ocultar las huellas de un químico a destiempo. Lo que sí fue revelador me lo llevé de una imagen que no estaba hecha ni de plata ni gelatina, sino de aquella especie de vida agonizante que merodeaba la ciudad.

sábado, 15 de septiembre de 2007

El terremoto



Diario de Fátima
17/08/07

Hoy día mi hija me regaló un dibujo. ¿Qué es esto hijita? Es el terremoto mami.
El terremoto ha roto partículas, las ha mezclado, ha remecido cada uno de los cajones de mi conciencia y me ha traído una extraña calma. La huelo, la reconozco, es miedo disfrazado de calma, un miedo emergente que quiere gritar. ¿Disfrutas más sola o sufriendo por alguien? No lo sé. Mejor que venga el ángel a regalarme su aliento fresco. Sólo eso. El piso tiembla y tiembla, sigue temblando. Tengo inyectado el miedo en las venas. Estoy con los átomos revueltos, se han confundido, generan cortos circuitos involuntarios. Y el niño hombre aparece otra vez, entre nubes amorfas. ¡Qué locura maternal tan devastadora! Ha llegado con la mirada quebrada, la de aquel que está desarmado por un segundo y en ese instante puedes verle el alma. Me dice adiós, él también, es hora de que regrese a su mundo.
Ha habido un terremoto, aquí adentro…

jueves, 6 de septiembre de 2007

Relato de una mujer nueva



La noche está fría, ya se siente aquel viento helado que trae el invierno. Me enfrento a la corriente y tengo que agachar la cabeza y cerrar el saco contra mi pecho. Quiero enfrentar también mi miedo y vencerlo, pero sigue conmigo, volando a la par que mi pelo. Llego al bar a la hora prevista pero me voy directo al tocador, tengo que asegurarme de que me veo bien. Me miro al espejo, me he puesto el vestido rojo que me regaló la Lola el día de mi cumpleaños, el par de tetas falsas se asoman por el escote. Me siento orgullosa, de todas las chicas del bar soy la que tiene menos cortes y más atributos naturales. Arreglo mi pelo con las manos, el viento ha aumentado su volumen. Siempre me ha gustado verme con el pelo abundante, así me queda mejor. ¡Ay! como odiaba aquel corte militar que me hacía mi madre, si me viera ahora, creo que se volvería a morir. Me inclino hacia el espejo para mirarme de cerca. Sin duda, el maquillaje es mi mejor aliado, me siento más segura bajo esa máscara de polvos y pinceladas que afinan mis rasgos. Repaso el delineado en mis cejas, separo mis pestañas pegoteadas por el rímel, aumento el carmín en mis labios y el color en mis mejillas. Veo mis argollas y recuerdo al español perverso que le gustaba hacer cochinadas con mis pies, sólo Dios sabe por qué lo aguanté. Tengo ganas de orinar, siempre me pasa eso cuando estoy nerviosa. Voy al water y orino sentada. Acomodo nuevamente el calzón apretado y las medias pantys. ¡Carajo! es todo un trámite esto de ir al baño para las mujeres. Son las nueve y cuarto, ya debo salir, seguro me esta esperando. Salgo del baño y lo veo sentado en una de las mesas que están junto a la ventana, mira la calle con un vaso de whisky en las manos. El no bebe whisky, seguro también esta nervioso. Se ve adorable, hermoso, ¡tengo tanto miedo de acercarme! Camino despacio pero el sonido de los tacones me anuncia. Gira la cabeza, me paralizo, me mira triste con ese par de ojos pardos que me heredó. Hola papá, me dice.

jueves, 23 de agosto de 2007

Mantis



Diario de Fátima
02/04/06

Abro los ojos y la veo. Me está esperando como a una presa, sentada sobre sus apéndices traseros y haciendo colgar sus patas opuestas debajo de un hilo blanco y baboso. Sus globos se posan hipnóticos. No puedo zafarme de esa mirada que cavila un único propósito, hacerme suya. Sus antenas juegan alternas acariciando mi cuello y las púas de sus patas me apuntan generosas, dispuestas a esperar el tiempo necesario para atraparme. Yo sigo inmóvil, incapaz de hacer un movimiento que pueda perturbarla. Me cae sudor de la sien y empiezo a mojarme, me empapo hasta los dedos de mis pies y siento un olor venenoso que me atrae inexorablemente. Quiero ser atrapada, mi mente comienza a desvanecerse, caen mis párpados, siento una necesidad absurda de beberme sus fluidos. La mantis clava sus filudas púas en mi cintura, me tiene colgada con la cabeza hacia atrás y mete su lengua en mi boca. Me besa ahogada y escucho un rezo de amor. Al fin me devora.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Sopa de Nora



Diario de Fátima
22/01/06

¡Nora! ¡Despierta! Hay que preparar la cena. Esas eran las palabras finales que cerraban la pesadilla. Presentía que algo no andaba bien. El fogón, la cacerola… El cucharón marcaba la décima vuelta y hacía dispersar unas burbujas revoltosas que pretendían salirse de la olla, y el olor picante de la pimienta se le comenzaba a meter por los huesos para desbaratarla. El vapor la iba cubriendo sigilosamente. Ya había tomado la mitad de la habitación y amenazaba con metérsele en el cuerpo para quemar su sangre. El tiempo, de pronto, había culminado, ya lo sabía, y debía añadir el ingrediente final que haría de aquella sopa la más suculenta, la sopa que llevaría su nombre, su piel, sus fluidos más íntimos. Nora se quita la túnica y se dispone a entregarse como sabor último, para quedar impregnada en el paladar familiar… ¡Nora! ¡Despierta! Así lo hizo. Nora decidió no dormir esa noche y se atrevió a hacer realidad su sueño macabro. Nunca más se enfrentaría a la duda de saberse deliciosa en la extrañísima receta de su propia muerte.

jueves, 26 de julio de 2007

Pies de cuello largo



Todos los martes, a las once y media de la noche, Alicia sueña con una persecución. Desde que se divorció no ha podido evadir aquel sueño repetido. Ni siquiera ahora que ha cambiado de cama para que sus nuevos amantes no se contagien de los espacios geométricos de su ex esposo (tarea inútil. Ellos, en vez de hacerle olvidar al ex, le recuerdan el mismo código atávico que la atormentó la mitad de su matrimonio). Sin embargo, la persecución del último martes fue distinta. Hubo un ligero cambio en la secuencia matemática de su inconciente, que la hizo perder el equilibrio y caer de la cama. Algo había cambiado en ella, tal vez las sesiones sicológicas la estaban volviendo más loca aún.
Alicia ha buscado en su memoria algún indicio que aclare el misterio de los martes, pero no logra encontrar una respuesta. Tampoco ha podido evadir la hora de ir a dormir. Cada vez que ha intentado cambiar el horario ocurre algo, y siempre, párpados caídos pegados como imanes, el sueño la lleva al mismo mundo de unos pies perseguidores. La sicóloga le ha preguntado si tiene alguna idea acerca de la identidad de aquellos pies. ¿Podrían ser los suyos? No, dice Alicia con seguridad, no se parecen a sus extremidades anchas y pequeñas. Los pies de su sueño son finos, largos y el dedo índice sobresale del pulgar, detalle que ella siempre había visto como un defecto hasta que se dio cuenta de que ella era la de los pies raros. Su esposo siempre le decía que cómo iba a tener estabilidad con esos pies que no sabían aferrarse al suelo y pisar firme. Ella era una voladora, imposible no serlo con ese dedo gordo tirado hacia un lado, que por su corta estatura había perdido el respeto de los otros, más unidos y parejos. Y su pisada hacia adentro, claro reflejo de aquel mundo interior que él nunca pudo explorar a cabalidad, le había dejado dos grandes huellas de callos amarillentos que pretendían afianzar una pisada menos anónima. Pero si casi todo el mundo tenía problemas con sus pies y sus pisadas, le decía ella, menos tú claro, hecho a la medida de alguno de esos dioses griegos, tan simétrico y equilibrado.
Alicia puede recordar con precisión cada detalle de su sueño, sobre todo la imagen del par de pies que debieron irse con la antigua cama, pero que la siguen persiguiendo descalzos. Ella los puede ver en primer plano: el contraste perfecto de unos empeines lisos, respingados y dorados; con dos plantas finamente arqueadas, pálidas, casi traslúcidas. Los ve al ras del piso, de frente, obligándola a retroceder, porque aquellos talón-planta-punta se aproximan con la tibia amenaza de aplastarla. No cabe duda, son los pies de su ex marido, que cada vez apuran más el paso hasta hacerla correr, y correr en retroceso (la forma más absurda del miedo: temer y no poder dejar de vigilar lo que se teme). Pero el cambio significativo en el sueño del último martes fue que ella no despertó en esa carrera al revés, sino que detuvo su marcha y dejó que aquellos pies la embistieran y se enredaran en los suyos. Así, ella pudo encontrar el asidero que necesitaba para llegar a la cima. Ya arriba, después de haber escalado unas piernas tubulares que no tenían fin, pudo ver a los pies de lejos, pequeñitos y se sintió poderosa, se entregó al vértigo que la llamaba y se dejó caer desde lo alto de aquellos pies que no tenían tobillos sino cuello, y un cuello que había perdido la cabeza.

jueves, 12 de julio de 2007

Perro amor


¿Quién no tiene una amiga desesperada por conseguir pareja? Y si está en la treintena peor. Y cuando una mujer está desesperada a veces no lee bien las señales, o se hace la de la vista gorda (sólo de la vista porque para conseguir pareja hay que estar más anoréxicas que nunca). Bueno pues, la historia que voy a narrar a continuación es la de una amiga con la vista gorda, a la que voy a llamar Miranda.
Miranda es una mujer guapa, con un buen trabajo y vive sola en un departamento en Miraflores. Parece muy segura de sí misma pero en lo que respecta a relaciones de pareja ella se cataloga como un desastre. Siempre elige al hombre equivocado. Cuando cumplió treinta su mamá le regaló un perro como consuelo por no haber conseguido marido. Este es un compañero fiel que jamás te dejará —esas fueron sus palabras de felicitación—. Claro que lo que logró la mamá fue que Miranda se sintiera más sola aún y más patética que nunca. Sin embargo, no pudo evitar sentir un deseo instintivo de protección y acoger al pequeño pastor inglés con la ilusión de un nuevo amor. La diferencia es que éste sólo sabía hacer mimos, no hablaba para herir y siempre estaría alegre cuando ella llegara a casa.
Al principio, a Miranda le preocupaba su vertiginoso crecimiento, que los colocaría a ambos en una situación un poco apretada. Pero para su sorpresa, hicieron tan buenas migas que cada uno se acopló al otro y aprendieron a ceder sus límites para poder hacerse compañía sin reclamarse nada.
Así han pasado tres años (o sea, Miranda ya tiene treinta y tres). Hoy, mi amiga dice que no podría vivir sin su querido Benjamín (sí, así le puso al perro, yo sospecho que es el nombre de algún antiguo amor) y desde que lo recibió en su casa no ha hecho otra cosa que mimarlo: le prepara hamburguesas de verduras con arroz, le celebra su cumpleaños con torta, globos y pica pica, lo lleva a la peluquería y hasta le envuelve sus regalos en navidad y los pone debajo del árbol. Pero el viernes de la semana pasada ocurrió algo insólito, Miranda se olvidó de prepararle su cena. Y mientras ella iba y venía por el departamento, atareada con los preparativos de otra cena, Benjamín la miraba con sus ojitos dormidos desde un rincón de la cocina, esperando con pasividad a que ella le prestara atención. Fue la primera vez que el animal no reclamó por su alimento. Al parecer, presentía que el descuido de su ama se debía a algo importante. Y efectivamente, se trataba de una cita con un prospecto de pareja que, según ella, era muy prometedor. Así que ese mismo viernes salió temprano del trabajo para ir al súper y comprar todo lo que necesitaba para impresionarlo. El era un hombre controlado, muy mental y le costaba expresar sus emociones, lo notó al instante el día en que lo conoció, pero Miranda ya no estaba para tolerar miraditas sutiles y frases de doble sentido, ella quería acción y ese hombre necesitaba un empujoncito. Pensando en eso buscó una receta del diario de su tía Claire, que según ella, podía enloquecer a cualquier ser que tuviera papilas gustativas y hacer que se quedara con las ansias de un enamorado primerizo. Se debe servir poco para dejar al comensal con la miel en los labios y cuando quiera repetir será el momento de atacar. Eso decía en letras pequeñas como pie de página (siempre pensé que su tía estaba medio loca pero era muy divertida).
En la familia de Miranda siempre fueron todas mujeres. Su abuelo y su padre murieron cuando ella era muy chica, su hermana mayor se divorció al poco tiempo de casarse y la menor cambiaba de enamorados como de ropa interior. Tenía una tía viuda y a la tía Claire, solterona pero muy sabia en asuntos amorosos. Podía parecer contradictorio que se quedara sola pero ella decía que lo más estimulante del trance amoroso era la conquista, y cuando ya tenía a los hombres a sus pies perdían el encanto. La magia está en la caza, no en comerse a la presa. Esa era su frase favorita y Miranda siempre había querido ponerla en práctica pero nunca le había dado resultado. Por más que intentaba no podía entenderla, su temor a la soledad la hacía entregarse demasiado rápido y al parecer ahuyentaba a los hombres antes de que se diera cuenta de que la presa era ella y que no había luchado por salvar su propia vida.
Pero por alguna extraña razón, Miranda tenía demasiadas expectativas puestas en este hombre (bueno, no es extraño, conociéndola). Parece que realmente la impresionó: maduro, unos diez años mayor que ella, gerente de una empresa transnacional, amante del arte y con un par de ojos gigantes que desde un principio la desarmaron. Pensando en esos ojos había planeado todo muy bien, calculando cada paso para no caer en falso. Por fin había sabido usar la máscara de la mujer independiente que goza de su soledad y que podía allanarla en favor de otro ser solitario. Apenas lo conocía, habían coincidido en una exposición de arte de un amigo mutuo y sus gustos se alinearon de inmediato. Ella pensó que por fin había llegado el momento de su revancha en la vida y se esmeró en cada detalle para no arruinar la noche. Sin embargo, tenía “un bichito en el corazón” (esas fueron sus palabras exactas) que le decía que algo no andaba bien, pero prefirió no escucharlo y seguir en su carrera vertiginosa para lograr la cita perfecta. No quería arruinar la noche con sus inseguridades, además, todo había comenzado de maravilla, la invitación a cenar salió tan natural que prácticamente pareció que él se había auto invitado. Por fin se estaba volviendo calculadora de verdad y la mitad del camino ya lo tenía ganado. Eso tenía que ser una buena señal.
Lo que ocurrió ese viernes sólo le puede pasar a mi amiga Miranda. Sólo a ella. Ya estaba todo listo: la cena en el horno, la mesa puesta y vestía un traje sencillo y casual, no podía parecer una mujer desesperada. Benjamín la había visto ir de aquí para allá, decidir el mantel, el color de las velas, el florero para las astromelias y ella prácticamente lo había ignorado todo el día. El estaba silencioso y meditativo, con la cabeza apoyada en medio de las patas, mirando las manecillas del reloj, con una tristeza que comenzó a alarmar a mi amiga. A las 9:30 sonó el teléfono y sintió una punzada en el pecho (era el bichito que la estaba fastidiando de nuevo). Antes de contestar miró al animal que parecía saberlo todo y él le hizo una venia con el hocico para que tomara el auricular. Que había olvidado el cumpleaños de su esposa y que la cena debía ser con ella, que seguro Miranda lo entendería, además la había librado de una noche aburrida. Colgó el teléfono y se quedó inmóvil, al fin, después de tantas correrías. Siempre había imaginado que era divorciado. (I m a g i n a d o, él nunca se lo había dicho pero como no llevaba anillo a ella se le ocurrió inventárselo). Benjamín se acercó a paso lento y alzó la cabeza. Ella lo miró y él comenzó a mover la cola, era la primera vez en el día que le prestaba atención. Dio unos aullidos, unas vueltas sobre el sitio y se atrevió a sentarse en una de las sillas del comedor. Mi amiga Miranda sonrió amargamente, sacó la cena del horno y se la sirvió a Benjamín para compensarlo del cruel olvido de su alimento. También se sentó ella, no podía hacerle un desplante, sabía lo que se sentía. Así que destapó el vino, se sirvió una copa e hizo el brindis de la noche, en honor a él y a todos los amores perros.

jueves, 5 de julio de 2007

La tía que nunca cumplió treinta


Ayer cumplí treinta. La tía Liz solía decir que ella no llegaría a aquella edad apocalíptica. Y cumplió con su palabra. La noche anterior a su muerte mi hermana y yo dormimos en su casa, en su mismo cuarto, en una cama que tenía desocupada al lado de la suya. A mi hermana y a mí nos fascinaba ir a aquella casa. Siempre teníamos algo nuevo por descubrir, estaba llena de recovecos, desniveles, infinidad de baños, cuartos con walking closets. El estudio tenía un coqueto balcón con vista a la sala principal y estaba adornado con unas cortinas hechas de piedras de colores. Era el escenario perfecto para reinventarnos. Cuando rozábamos aquellas piedras y las hacíamos chocar unas con otras daba la impresión de que estábamos en una playa. Aquel sonido de lluvia, la caricia del mar sobre las piedras. El encuentro entre lo infinito y lo tangible. El movimiento y la quietud. Cierro los ojos y aún puedo evocarlo. Nos encantaba perdernos por los rincones de aquella casa que quedaba frente al Campo de Marte y que había ganado un concurso de arquitectura por su diseño de vanguardia. Pero aquel recinto, que para nosotras era un escenario fantástico, se había convertido en la cárcel de la tía Liz. Su familia gozaba maltratándola, física o psicológicamente. Tenía cuatro hermanos que se dedicaban a pisarle los talones y a veces hasta la encerraban en su cuarto. Para su madre no era lo suficientemente bonita —aunque era una princesa árabe que guardaba en sus ojos dormidos un par de esmeraldas—. Cuando bebía, aquellos ojos brillaban insolentes y se convertían en dos puñales afilados. Pero cuando estaba sobria, y la euforia había cedido a sus estados depresivos, eran dos faroles apagados que miraban su cuerpo con desprecio. Nunca podía ser lo suficientemente delgada, aunque las clavículas y las rótulas de sus hombros amenazaban con salírseles de la piel. Para nuestros ojos infantiles, la tía Liz no tenía motivo para ser infeliz: era bella, tenía dinero y se la pasaba horas inventando formas, jugando con pinturas y pinceles, recolectando chucherías que le servían para crear adornos inservibles, como decía su madre. Pero en ese entonces, nosotras no podíamos entender lo que significaba vivir sin amor. En su corta vida no encontró a nadie que la amara, y es que ella nunca aprendió a amarse a sí misma. Y surge el círculo. Cómo podría amarse ella misma si no la amaron. Pero algo sí era cierto, nosotras, de alguna manera, le alegrábamos un poco la vida. Éramos sus mascotas. Se divertía con las impertinencias vivaces de mi hermana y mi dulzura callada la enternecía. Nosotras le alimentábamos el instinto materno que nunca llegaría a saciar. Nos invitaba a bañarnos en su piscina en forma de riñón y nos dejaba jugar con sus peluches importados y con sus miniaturas. El día anterior a su muerte la pasamos con ella en su piscina. Aún recuerdo su imagen. Se había recogido el pelo en un moño y estaba con todo el cuerpo sumergido en el agua, apoyada con los codos sobre el borde de la piscina. Estaba triste y parece que aceptó que nos quedáramos a manera de despedida. Aquella noche la muerte nos rozó los talones. Cuando las tres dormíamos, sonó el teléfono. Mi hermana levantó el auricular y cuando iba a hablar se dio cuenta de que ya habían contestado en algún otro lugar. Era la empleada que hablaba con un hombre. Hoy no, están las niñas —dijo—. El hombre insistió en que debía ser ese día, pero ella recalcó que los planes debían cambiar. En la tarde del día siguiente encontraron a la tía Liz colgada. Los exámenes médicos revelaron que había ingerido una gran cantidad de pastillas y, según la reconstrucción de los hechos, después de tomarlas habría perpetuado el suicidio. Pero aquella hipótesis era absurda, el efecto de tal cantidad de somníferos la habrían dejado casi inconsciente, totalmente inhabilitada para dar dos pasos sin tropezar, y mucho menos para subirse a una silla y tener la fuerza para atar la sábana a una lámpara. Pero el caso quedó como suicidio y fue enterrado con ella, poco antes de que el ex marido recibiera una abultada herencia. Nunca más volvimos a aquella casa magnífica, sólo sé que hoy la ocupa una congregación de monjitas.