jueves, 26 de julio de 2007

Pies de cuello largo



Todos los martes, a las once y media de la noche, Alicia sueña con una persecución. Desde que se divorció no ha podido evadir aquel sueño repetido. Ni siquiera ahora que ha cambiado de cama para que sus nuevos amantes no se contagien de los espacios geométricos de su ex esposo (tarea inútil. Ellos, en vez de hacerle olvidar al ex, le recuerdan el mismo código atávico que la atormentó la mitad de su matrimonio). Sin embargo, la persecución del último martes fue distinta. Hubo un ligero cambio en la secuencia matemática de su inconciente, que la hizo perder el equilibrio y caer de la cama. Algo había cambiado en ella, tal vez las sesiones sicológicas la estaban volviendo más loca aún.
Alicia ha buscado en su memoria algún indicio que aclare el misterio de los martes, pero no logra encontrar una respuesta. Tampoco ha podido evadir la hora de ir a dormir. Cada vez que ha intentado cambiar el horario ocurre algo, y siempre, párpados caídos pegados como imanes, el sueño la lleva al mismo mundo de unos pies perseguidores. La sicóloga le ha preguntado si tiene alguna idea acerca de la identidad de aquellos pies. ¿Podrían ser los suyos? No, dice Alicia con seguridad, no se parecen a sus extremidades anchas y pequeñas. Los pies de su sueño son finos, largos y el dedo índice sobresale del pulgar, detalle que ella siempre había visto como un defecto hasta que se dio cuenta de que ella era la de los pies raros. Su esposo siempre le decía que cómo iba a tener estabilidad con esos pies que no sabían aferrarse al suelo y pisar firme. Ella era una voladora, imposible no serlo con ese dedo gordo tirado hacia un lado, que por su corta estatura había perdido el respeto de los otros, más unidos y parejos. Y su pisada hacia adentro, claro reflejo de aquel mundo interior que él nunca pudo explorar a cabalidad, le había dejado dos grandes huellas de callos amarillentos que pretendían afianzar una pisada menos anónima. Pero si casi todo el mundo tenía problemas con sus pies y sus pisadas, le decía ella, menos tú claro, hecho a la medida de alguno de esos dioses griegos, tan simétrico y equilibrado.
Alicia puede recordar con precisión cada detalle de su sueño, sobre todo la imagen del par de pies que debieron irse con la antigua cama, pero que la siguen persiguiendo descalzos. Ella los puede ver en primer plano: el contraste perfecto de unos empeines lisos, respingados y dorados; con dos plantas finamente arqueadas, pálidas, casi traslúcidas. Los ve al ras del piso, de frente, obligándola a retroceder, porque aquellos talón-planta-punta se aproximan con la tibia amenaza de aplastarla. No cabe duda, son los pies de su ex marido, que cada vez apuran más el paso hasta hacerla correr, y correr en retroceso (la forma más absurda del miedo: temer y no poder dejar de vigilar lo que se teme). Pero el cambio significativo en el sueño del último martes fue que ella no despertó en esa carrera al revés, sino que detuvo su marcha y dejó que aquellos pies la embistieran y se enredaran en los suyos. Así, ella pudo encontrar el asidero que necesitaba para llegar a la cima. Ya arriba, después de haber escalado unas piernas tubulares que no tenían fin, pudo ver a los pies de lejos, pequeñitos y se sintió poderosa, se entregó al vértigo que la llamaba y se dejó caer desde lo alto de aquellos pies que no tenían tobillos sino cuello, y un cuello que había perdido la cabeza.

jueves, 12 de julio de 2007

Perro amor


¿Quién no tiene una amiga desesperada por conseguir pareja? Y si está en la treintena peor. Y cuando una mujer está desesperada a veces no lee bien las señales, o se hace la de la vista gorda (sólo de la vista porque para conseguir pareja hay que estar más anoréxicas que nunca). Bueno pues, la historia que voy a narrar a continuación es la de una amiga con la vista gorda, a la que voy a llamar Miranda.
Miranda es una mujer guapa, con un buen trabajo y vive sola en un departamento en Miraflores. Parece muy segura de sí misma pero en lo que respecta a relaciones de pareja ella se cataloga como un desastre. Siempre elige al hombre equivocado. Cuando cumplió treinta su mamá le regaló un perro como consuelo por no haber conseguido marido. Este es un compañero fiel que jamás te dejará —esas fueron sus palabras de felicitación—. Claro que lo que logró la mamá fue que Miranda se sintiera más sola aún y más patética que nunca. Sin embargo, no pudo evitar sentir un deseo instintivo de protección y acoger al pequeño pastor inglés con la ilusión de un nuevo amor. La diferencia es que éste sólo sabía hacer mimos, no hablaba para herir y siempre estaría alegre cuando ella llegara a casa.
Al principio, a Miranda le preocupaba su vertiginoso crecimiento, que los colocaría a ambos en una situación un poco apretada. Pero para su sorpresa, hicieron tan buenas migas que cada uno se acopló al otro y aprendieron a ceder sus límites para poder hacerse compañía sin reclamarse nada.
Así han pasado tres años (o sea, Miranda ya tiene treinta y tres). Hoy, mi amiga dice que no podría vivir sin su querido Benjamín (sí, así le puso al perro, yo sospecho que es el nombre de algún antiguo amor) y desde que lo recibió en su casa no ha hecho otra cosa que mimarlo: le prepara hamburguesas de verduras con arroz, le celebra su cumpleaños con torta, globos y pica pica, lo lleva a la peluquería y hasta le envuelve sus regalos en navidad y los pone debajo del árbol. Pero el viernes de la semana pasada ocurrió algo insólito, Miranda se olvidó de prepararle su cena. Y mientras ella iba y venía por el departamento, atareada con los preparativos de otra cena, Benjamín la miraba con sus ojitos dormidos desde un rincón de la cocina, esperando con pasividad a que ella le prestara atención. Fue la primera vez que el animal no reclamó por su alimento. Al parecer, presentía que el descuido de su ama se debía a algo importante. Y efectivamente, se trataba de una cita con un prospecto de pareja que, según ella, era muy prometedor. Así que ese mismo viernes salió temprano del trabajo para ir al súper y comprar todo lo que necesitaba para impresionarlo. El era un hombre controlado, muy mental y le costaba expresar sus emociones, lo notó al instante el día en que lo conoció, pero Miranda ya no estaba para tolerar miraditas sutiles y frases de doble sentido, ella quería acción y ese hombre necesitaba un empujoncito. Pensando en eso buscó una receta del diario de su tía Claire, que según ella, podía enloquecer a cualquier ser que tuviera papilas gustativas y hacer que se quedara con las ansias de un enamorado primerizo. Se debe servir poco para dejar al comensal con la miel en los labios y cuando quiera repetir será el momento de atacar. Eso decía en letras pequeñas como pie de página (siempre pensé que su tía estaba medio loca pero era muy divertida).
En la familia de Miranda siempre fueron todas mujeres. Su abuelo y su padre murieron cuando ella era muy chica, su hermana mayor se divorció al poco tiempo de casarse y la menor cambiaba de enamorados como de ropa interior. Tenía una tía viuda y a la tía Claire, solterona pero muy sabia en asuntos amorosos. Podía parecer contradictorio que se quedara sola pero ella decía que lo más estimulante del trance amoroso era la conquista, y cuando ya tenía a los hombres a sus pies perdían el encanto. La magia está en la caza, no en comerse a la presa. Esa era su frase favorita y Miranda siempre había querido ponerla en práctica pero nunca le había dado resultado. Por más que intentaba no podía entenderla, su temor a la soledad la hacía entregarse demasiado rápido y al parecer ahuyentaba a los hombres antes de que se diera cuenta de que la presa era ella y que no había luchado por salvar su propia vida.
Pero por alguna extraña razón, Miranda tenía demasiadas expectativas puestas en este hombre (bueno, no es extraño, conociéndola). Parece que realmente la impresionó: maduro, unos diez años mayor que ella, gerente de una empresa transnacional, amante del arte y con un par de ojos gigantes que desde un principio la desarmaron. Pensando en esos ojos había planeado todo muy bien, calculando cada paso para no caer en falso. Por fin había sabido usar la máscara de la mujer independiente que goza de su soledad y que podía allanarla en favor de otro ser solitario. Apenas lo conocía, habían coincidido en una exposición de arte de un amigo mutuo y sus gustos se alinearon de inmediato. Ella pensó que por fin había llegado el momento de su revancha en la vida y se esmeró en cada detalle para no arruinar la noche. Sin embargo, tenía “un bichito en el corazón” (esas fueron sus palabras exactas) que le decía que algo no andaba bien, pero prefirió no escucharlo y seguir en su carrera vertiginosa para lograr la cita perfecta. No quería arruinar la noche con sus inseguridades, además, todo había comenzado de maravilla, la invitación a cenar salió tan natural que prácticamente pareció que él se había auto invitado. Por fin se estaba volviendo calculadora de verdad y la mitad del camino ya lo tenía ganado. Eso tenía que ser una buena señal.
Lo que ocurrió ese viernes sólo le puede pasar a mi amiga Miranda. Sólo a ella. Ya estaba todo listo: la cena en el horno, la mesa puesta y vestía un traje sencillo y casual, no podía parecer una mujer desesperada. Benjamín la había visto ir de aquí para allá, decidir el mantel, el color de las velas, el florero para las astromelias y ella prácticamente lo había ignorado todo el día. El estaba silencioso y meditativo, con la cabeza apoyada en medio de las patas, mirando las manecillas del reloj, con una tristeza que comenzó a alarmar a mi amiga. A las 9:30 sonó el teléfono y sintió una punzada en el pecho (era el bichito que la estaba fastidiando de nuevo). Antes de contestar miró al animal que parecía saberlo todo y él le hizo una venia con el hocico para que tomara el auricular. Que había olvidado el cumpleaños de su esposa y que la cena debía ser con ella, que seguro Miranda lo entendería, además la había librado de una noche aburrida. Colgó el teléfono y se quedó inmóvil, al fin, después de tantas correrías. Siempre había imaginado que era divorciado. (I m a g i n a d o, él nunca se lo había dicho pero como no llevaba anillo a ella se le ocurrió inventárselo). Benjamín se acercó a paso lento y alzó la cabeza. Ella lo miró y él comenzó a mover la cola, era la primera vez en el día que le prestaba atención. Dio unos aullidos, unas vueltas sobre el sitio y se atrevió a sentarse en una de las sillas del comedor. Mi amiga Miranda sonrió amargamente, sacó la cena del horno y se la sirvió a Benjamín para compensarlo del cruel olvido de su alimento. También se sentó ella, no podía hacerle un desplante, sabía lo que se sentía. Así que destapó el vino, se sirvió una copa e hizo el brindis de la noche, en honor a él y a todos los amores perros.

jueves, 5 de julio de 2007

La tía que nunca cumplió treinta


Ayer cumplí treinta. La tía Liz solía decir que ella no llegaría a aquella edad apocalíptica. Y cumplió con su palabra. La noche anterior a su muerte mi hermana y yo dormimos en su casa, en su mismo cuarto, en una cama que tenía desocupada al lado de la suya. A mi hermana y a mí nos fascinaba ir a aquella casa. Siempre teníamos algo nuevo por descubrir, estaba llena de recovecos, desniveles, infinidad de baños, cuartos con walking closets. El estudio tenía un coqueto balcón con vista a la sala principal y estaba adornado con unas cortinas hechas de piedras de colores. Era el escenario perfecto para reinventarnos. Cuando rozábamos aquellas piedras y las hacíamos chocar unas con otras daba la impresión de que estábamos en una playa. Aquel sonido de lluvia, la caricia del mar sobre las piedras. El encuentro entre lo infinito y lo tangible. El movimiento y la quietud. Cierro los ojos y aún puedo evocarlo. Nos encantaba perdernos por los rincones de aquella casa que quedaba frente al Campo de Marte y que había ganado un concurso de arquitectura por su diseño de vanguardia. Pero aquel recinto, que para nosotras era un escenario fantástico, se había convertido en la cárcel de la tía Liz. Su familia gozaba maltratándola, física o psicológicamente. Tenía cuatro hermanos que se dedicaban a pisarle los talones y a veces hasta la encerraban en su cuarto. Para su madre no era lo suficientemente bonita —aunque era una princesa árabe que guardaba en sus ojos dormidos un par de esmeraldas—. Cuando bebía, aquellos ojos brillaban insolentes y se convertían en dos puñales afilados. Pero cuando estaba sobria, y la euforia había cedido a sus estados depresivos, eran dos faroles apagados que miraban su cuerpo con desprecio. Nunca podía ser lo suficientemente delgada, aunque las clavículas y las rótulas de sus hombros amenazaban con salírseles de la piel. Para nuestros ojos infantiles, la tía Liz no tenía motivo para ser infeliz: era bella, tenía dinero y se la pasaba horas inventando formas, jugando con pinturas y pinceles, recolectando chucherías que le servían para crear adornos inservibles, como decía su madre. Pero en ese entonces, nosotras no podíamos entender lo que significaba vivir sin amor. En su corta vida no encontró a nadie que la amara, y es que ella nunca aprendió a amarse a sí misma. Y surge el círculo. Cómo podría amarse ella misma si no la amaron. Pero algo sí era cierto, nosotras, de alguna manera, le alegrábamos un poco la vida. Éramos sus mascotas. Se divertía con las impertinencias vivaces de mi hermana y mi dulzura callada la enternecía. Nosotras le alimentábamos el instinto materno que nunca llegaría a saciar. Nos invitaba a bañarnos en su piscina en forma de riñón y nos dejaba jugar con sus peluches importados y con sus miniaturas. El día anterior a su muerte la pasamos con ella en su piscina. Aún recuerdo su imagen. Se había recogido el pelo en un moño y estaba con todo el cuerpo sumergido en el agua, apoyada con los codos sobre el borde de la piscina. Estaba triste y parece que aceptó que nos quedáramos a manera de despedida. Aquella noche la muerte nos rozó los talones. Cuando las tres dormíamos, sonó el teléfono. Mi hermana levantó el auricular y cuando iba a hablar se dio cuenta de que ya habían contestado en algún otro lugar. Era la empleada que hablaba con un hombre. Hoy no, están las niñas —dijo—. El hombre insistió en que debía ser ese día, pero ella recalcó que los planes debían cambiar. En la tarde del día siguiente encontraron a la tía Liz colgada. Los exámenes médicos revelaron que había ingerido una gran cantidad de pastillas y, según la reconstrucción de los hechos, después de tomarlas habría perpetuado el suicidio. Pero aquella hipótesis era absurda, el efecto de tal cantidad de somníferos la habrían dejado casi inconsciente, totalmente inhabilitada para dar dos pasos sin tropezar, y mucho menos para subirse a una silla y tener la fuerza para atar la sábana a una lámpara. Pero el caso quedó como suicidio y fue enterrado con ella, poco antes de que el ex marido recibiera una abultada herencia. Nunca más volvimos a aquella casa magnífica, sólo sé que hoy la ocupa una congregación de monjitas.