martes, 2 de octubre de 2007

Ciudad revelada


Todos los sábados, a las tres de la tarde, me esperaban en el cuarto de la muerte. Era un cubículo oscuro e infectado, y llegar hasta ahí significaba morir un poquito cada semana. El lugar quedaba en la Av. Abancay, así que tenía que atravesar esa Lima que rebalsa, en un trayecto de bocinas infames, humos densos, rostros de hastío y resignación. Y yo debía estar acorde con aquel aire moribundo: buzo viejo, polo largo y ancho, cara lavada, pelo recogido de colegiala. Mis tabas, las más gastadas.
Bajaba del micro una esquina antes de llegar al edificio. Mi paso ligero hacía mover mi cola de un lado a otro. Iba directo a mi objetivo. Sin titubear, esquivaba las manos hambrientas, el discurso de los ambulantes a medio camino, alguno que otro escupitajo. Miraba a todos lados, siempre atenta del fulano que iba detrás, sujetando con fuerza las asas de mi mochila. Una tienda de tortas coloreaba el paisaje gris con rosados chillones y quinceañeros. He venido hasta aquí para verte sufrir, traidora, solía gritar la cumbia de un parlante. O también, miénteme, miénteme, hazme creer que este es el paraíso papi…

El edificio era un bloque teñido de todos esos dióxidos que habitaban la calle a diario. Había una reja que siempre estaba abierta, y al entrar, un olor rancio a orines secos te golpeaba la cara. Había un ascensor, pero nunca se me ocurrió entrar, quedarme atrapada en aquel aparato me asustaba más que volar los cinco pisos que me llevaban hasta mi destino. En esas carreras desesperadas siempre imaginaba que alguien aparecería y trataría de hacer uso de lo ajeno, de mi cuerpo claro, porque otra cosa no se podrían llevar, no cargaba nada de valor. Pero siempre me acompañó un silencio de abandono. Nunca se asomó un alma por aquellas escaleras que subía de a tres. Aunque una vez comprobé que el edificio no estaba deshabitado.
Cuando llegaba al piso tenía que caminar por un corredor vacío hasta el 508, el número salvador. Una de aquellas veces vi en el camino una puerta entreabierta y no pude resistir la tentación de asomarme. Una familia numerosa estaba reunida en una mesa larga y se escuchaba el parloteo de un televisor. En la cabecera de la mesa, un hombre parecía hipnotizado. Espalda recta, mirada perdida, su mente estaba atrapada en un barullo de voces fantasmales. Lo quedé mirando y logré entrar en su letargo y ser él por un instante, hasta que sus ojos me encontraron. Desvió la mirada nerviosamente y yo sólo atiné a alejarme lo más rápido que pude.

El 508 era la cuarta puerta del corredor. Debía tocarla dos veces, dejar un silencio y volver a tocar una vez más. Esa era mi clave, nunca supe bien por qué la usaban, si era porque no querían recibir a alguien o porque el lugar era más peligroso de lo que imaginaba. Si no estaban listos ellos respondían con dos toques y yo tenía que esperar de dos a tres minutos más. Si estaban listos abrían la puerta haciendo sonar el pegamento de la cinta aislante que se desprendía de la pared. Ya adentro me codeaba con dos o tres personas en un cuarto minúsculo, con un ventilador que recirculaba nuestras respiraciones apretadas y nos hacía creer que entraba aire fresco. A veces tenía suerte y sólo estábamos Rolando y yo, pero siempre pasaba ahí dos horas asfixiada de químicos, que poco a poco hicieron que mi cuerpo generara un rechazo brutal al fixer, al dektol y al ácido ascético. Pero en ese momento estaba tan fascinada viendo la magia de los revelados que no me daba cuenta. Esperaba paciente los segundos del reloj para sacar las tiras de prueba y luego los minutos inacabables meciendo bateas para obtener la imagen que había proyectado. Los papeles nadaban después de haber pasado por mil y un artimañas bajo la luz de la ampliadora, en la que unos aparatos hechos de cartulina y alambre o incluso las mismas manos, servían para tapar algunas zonas o para exponer otras a más tiempo de luz.

Así fueron mis primeras prácticas en el cuarto oscuro de la Avenida Abancay. Nunca salí de ahí con una foto reveladora. Mis blancos y negros eran todavía demasiado contrastados y el papel barato no ayudaba a ocultar las huellas de un químico a destiempo. Lo que sí fue revelador me lo llevé de una imagen que no estaba hecha ni de plata ni gelatina, sino de aquella especie de vida agonizante que merodeaba la ciudad.