miércoles, 28 de mayo de 2008

De cuerpos, penes y otros delitos


El cine tenía que ser mi siguiente salida, algo tranqui nomás. Mauricio me llevó a ver la última película de Cronenberg, Promesas Peligrosas (Eastern Promises en inglés) y, aunque parezca frívola, lo que más me impactó de la cinta fue ver a Viggo Mortensen luchando desnudo en un baño público. Lo grandioso de la escena es cómo logran ocultar al pequeño tesoro de Mortenssen. Entre cuchillos y demás puntas filudas —sigo sin entender ese afán impráctico de la mafia rusa de ir al matadero sin una moderna arma de fuego con silenciador —, el hombre es capaz de esquivar la cámara, una y otra vez, mientras una ávida espectadora se empeñaba en ver más allá de lo evidente. Mi querido Viggo la tiene chica, pero claro, nunca podremos saber qué tan grande luce durante la verdadera acción. Mauricio se rió y me dijo bromeando, la tiene chica, y a mí no me quedó más que reírme también, aunque la situación me pareció un poco incómoda. ¿Qué significaba ese comentario? Me lo decía porque la tenía más grande o porque se aliviaba de que el gran Viggo la tuviera chica, como él.

La preocupación por el tamaño del pene no es un mito, es una realidad tanto para hombres como para mujeres. Pero parece que Viggo no tiene ningún complejo y deja ir de aquí para allá, con una gracia casi pueril, al órgano en mención. Es desconcertante ver a un hombre rudo, fuerte y valiente luchando a golpes mientras su pene lo acompaña con vaivenes de bailarina. En todo caso, el punto a favor para Mortenssen, o para Nikolai, el personaje que encarna, es la seguridad para soportar una escena como esa: él demuestra que ni siquiera en un momento tan vulnerable, como estar desnudo y ser atacado en un sauna por dos hombres armados, pueden acabar con él. Y si no han podido derrotarlo con su humilde desnudez, ¡ese hombre es invencible!

Lo que me parece poco inteligente o nada vendedor es utilizar el desnudo masculino COMPLETO para promocionar un perfume de hombre, como lo hace la marca Yves Saint Laurent. Si al menos, el modelo fuera especialmente dotado, entendería que los hombres compren la fragancia por un impulso aspiracional o por simple identificación, pero ese no es el caso. Y si lo que han querido hacer es atraer al público femenino para que sean ellas quienes compren la fragancia para sus parejas, pues se nota que no conocen qué enciende nuestra líbido. No se trata de cucufatería. No. Se trata de un simple sentido de estética. Quién le dijo a esa marca que a nosotras, las mujeres, nos puede parece sexy ver a un hombre con un pene chorreado. Por qué no dejarlo en una misteriosa insinuación. Por qué no mostrar solo hasta aquellos provocativos pliegues que recorren las ingles para conducir al lugar predilecto. No es necesario más. Sino, vean al hombre Dendur Zero Grados de la marca Unique que demuestra que el frío extremo quema.

Pero alejémonos un poco del tema del pene porque puede poner nervioso a los lectores masculinos. Mejor quedémonos con el cuerpo. Qué placer poder contemplar el cuerpo atlético de un hombre como Viggo, de casi cincuenta años. Tal vez tiene un poco de barriguita pero no hay que ser tan exigentes. Y si él se mantiene así, por qué no reclamarles lo mismo a los que casi llegan a los cuarenta. Por qué el descuido. Por qué las barrigas prominentes o los bíceps tristemente escondidos. O peor aún, la incapacidad para mover el cuerpo más allá de su escritorio de trabajo, el televisor o la cama. Basta de exigirles a las mujeres las siluetas perfectas si es que ellos no hacen un esfuerzo por mejorar sus condiciones físicas. Nosotras no pedimos tanto, solo un poco de igualdad en la figura. No esperamos Sportakus gimnastas, aunque podría ser interesante. No, interesante no es la palabra, sería estimulante imaginar alguna de esas piruetas que hace el héroe de Lazy Town en una Active Bed, una fantasía tan improbable como la existencia de un hombre que come sano y hace ejercicio.

Después de haber expuesto este preámbulo queda claro que ninguno de mis dos galanes se ejercita. No están mal, pero les hace falta una vuelta por el gimnasio para que se acuerden de que existe el músculo. No en vano una soporta como mártir los asientos violadores de las bicicletas de spinning y las aburridísimas repeticiones de las pesas para moldear un cuerpo de madre. Además de las dolorosas contorsiones del yoga para la elasticidad y la relajación. Mi próximo galán tiene que estar a la altura de mis sudores. Sea quien sea tendrá que acompañarme en mis desgastados esfuerzos por mantenerme en los treinta, con las carnes bien puestas.

Todo esto pasaba por mi mente cuando veía la película. O sea, tengo que comprarme el dvd para volverla a ver. Será una buena oportunidad para tomar el control remoto y hacer pausa en la escena del sauna. Podré avanzar y retroceder a mi antojo y detenerme un millón de veces en el cuerpo del delito.
Como imaginarán, después de tanto pensar en penes y cuerpos, el cine terminó con un acalorado encuentro en el carro de Mauricio. Nos besamos como dos adolescentes, y cuando estábamos a punto de compartir nuestros tesoros decidí hacer un stop. Sí, yo sé, qué antipática aguafiestas. No soy de las mujeres que les gusta encender un cigarrillo para terminar apagándolo en la piel del agitado compañero. Solo que en ese momento candente me di cuenta de que debía de hacer un alto definitivo con el chico. No por ningún tema físico o de química, sino por un sencillo tema de conciencia: sexo = mayor enamoramiento = sufrimiento. Lo malo es que, además de tener que dejar de verlo (es un excelente conversador y una cálida compañía) siempre me quedaré con la duda respecto a lo que quiso decir con su comentario durante la película. ¿Sería burla real o pura identificación? Nunca lo sabré.

viernes, 16 de mayo de 2008

Examen de admisión



El sábado llevé a mi hija al colegio para que diera su examen de admisión. Por supuesto que no mencioné la palabra “examen”. Sólo iría a jugar. ¿Y por qué? Porque la gente del cole te quiere conocer y yo quiero que tú también los conozcas. ¿Y si no me gusta? Si no te gusta ya veremos hijita. Pero tienes que entrar sola al salón. Yo te esperaré afuera ¿Ok? Y si te portas bien nos vamos a comer pizza después. ¡Siiii, yupi yupi, pizza!

Ese fue mi preámbulo una semana antes. Cuando llegó la hora, mi hija no quiso entrar sola al salón y, al ver que tenía que hacerlo, aceptó entre llantos que me quedara afuera pero con la condición de dejar la puerta abierta. Así lo hice. Me alcanzaron una silla y me quedé en la puerta del salón con mi libro en la mano. De rato en rato, mi hija volteaba a mirar para comprobar que yo seguía ahí. Ella no sabía que la estaban evaluando y no quería separarse de mí.
J tampoco sabe que lo estoy evaluando y tampoco quiere que me separe de él. Es curioso, nunca he sido tan racional para elegir una pareja en mi vida. Pero cómo no ser así, cómo no tener cuidado después de un divorcio. A veces pienso que la costra que me ha dejado la separación nunca va a terminar de caer, es como un metal indestructible que cubre mi pecho e impide que me vuelva a enamorar como antes.

A la hora, mi hija estaba entretenida con unos rompecabezas y las miradas hacia la puerta casi habían desaparecido, por lo que la psicóloga me dijo que ya era hora de que me vaya. ¿Y no me puedo despedir? No, dijo con una media sonrisa, va a ser más difícil después. Imaginé lo que estaba pensando, que era una madre sobre protectora. ¡Pero no lo soy! No soy de esas madres que sienten que sus hijos son una extensión de su cuerpo, como una amiga mía que no dejaba que su hija vaya a los cumpleaños con la abuela porque ella no iba a ser testigo de su disfrute. Cómo SU hija iba a gozar sin ella. Lo que pasa conmigo es que, en situaciones como esta, mi época traumática del nido aparece como una ráfaga fría que me hiela los huesos. Salí con el corazón anudado. Yo le había prometido que me quedaría afuera esperándola y pensé que cuando se diera cuenta de mi ausencia se sentiría traicionada. Pero no me quedó otra alternativa que irme, era la única mamá que había estado sentada afuera del salón para tranquilizar a su hija, o mejor dicho, para que yo me tranquilice.

Salí a caminar buscando desesperadamente un café. Debía encontrar un Starbucks cerca, esos locales se han reproducido de una forma casi patológica. Y efectivamente, lo encontré, a dos cuadras de Wong de la Av. Benavides. Entré y me sentí como en casa —he pasado buen tiempo en ese café escribiendo mi novela—, tenía dos horas enteras solo para mí. Cuando tengo tanto tiempo a mi disposición a veces me abrumo y lo desperdicio. Tal vez es el miedo del que habla Rosa Montero en La loca de la casa, el miedo a enfrentarte al papel y no poder encontrarte con tu daimon, aquella fuerza inspiradora que te hace escribir sólo textos geniales. Así que “despedicié” mi tiempo leyendo una revista y hojeando la sección cultural del periódico, y comprobé lo lento que pasan las horas cuando no las necesitamos. Quería recoger a mi hija en ese instante y que me diga contenta que la pasó lindo, que le gustó el colegio que elegí para ella.

Al cabo de un rato me relajé y me vinieron a la mente aquellos ojos azules que me persiguen. Tanto J como el otro candidato, Mauricio, tienen los ojos azules. Y los dos aman el arte. J la literatura, Mauricio, la música. Los dos son separados, la diferencia es que J tiene un hijo y Mauricio no. Tal vez suene radical, pero a pesar de que la boca de Mauricio y la mía encajan como piezas de tangram (todavía no pruebo a J), me temo que ha perdido muchos puntos. Uno de los requisitos que tiene que cumplir mi próxima pareja es que tenga un hijo. La razón más importante es porque mi instinto maternal está más que satisfecho. Ser mamá es una tarea demasiado intensa y, en casos extremos, la palabra “madre”, que tanto glorifican, puede llegar a significar: Mujer Agotada Desesperada Renegona Esclava. La segunda razón es porque el novio en cuestión no podría entender mi labor y aceptar que:

1. Prefiera quedarme en casa por cansancio o porque la nena enfermó.
2. Mis fines de semana los pase con ella, ya que trabajo todos los días.
3. No puedo dormir en otro lugar que no sea mi casa o, peor aún, dejar que él se quede en mi cama.

Entonces, qué me queda, tener relaciones libres hasta que aparezca el candidato ideal o hasta que yo esté preparada para asumir compromisos. El problema es que Mauricio no parece estar conforme con pasar el rato. Su vulnerabilidad le impide ver nuestra relación con un sentido práctico y me temo que se está enamorando. Así me la pasé, enumerando todos los peros posibles para descartar al chico, hasta que al fin el reloj marcó las 12:20. Debía volver al colegio. Cuando llegué, había un grupo de padres atiborrados en la puerta y un vigilante, con radio en mano, anunciaba la llegada de cada uno. Después de unos minutos, vi a mi hija aparecer de la mano de una auxiliar con la carita sonriente. ¡Mamá! ¡Me gustó el colegio! Luego me llevó con entusiasmo hasta adentro para mostrarme lo que había hecho, una flor y un corazón de plastelina. Inhalé aire hasta levantar los hombros —como en mis clases de yoga— y lo exhalé en forma tan sonora que la chica que nos acompañó dio un pequeño brinco de susto. De pronto, todos mis temores parecían desvanecerse. Por qué tendría que ser tan estricta con Mauricio, y por qué no podría propiciar yo misma una situación más íntima con J, para de una buena vez decidir si elijo a uno de ellos o me despido de los dos. Esa tarde, comiendo pizza y bailando en la silla del restaurante con mi hija, sentí que yo había aprobado un examen. Me faltaba poco para ingresar a una nueva etapa en mi vida, igual que mi hija.

lunes, 5 de mayo de 2008

Cohibidos en el Cohíba


Abril se nos fue, las mañanas limeñas están cada vez más frías. Vivo en un octavo piso en San Isidro y desde mi ventana puedo ver la neblina colándose por los edificios. El viento está cambiando, ya se escuchan los susurros del invierno. Es inevitable. Aunque me gusta la imagen deprimente de los días grises de Lima —debe estar relacionado con algún hecho feliz en mi niñez— me cuesta habituarme nuevamente a las medias pantys y a los calentadores de nylon que me pongo debajo de la blusa. Por eso en invierno me visto con más color, para compensar la luz del verano que está de vacaciones.

Es evidente que mi estado de ánimo no es el mejor y J, un amigo literato que conocí hace poco, me dijo que había una cosa que podía compensar la melancolía del invierno: bailar salsa. La idea me pareció divertida, así que acepté su invitación para ir a algún lugar de salsa pura. Claro, no fuimos tan osados y elegimos un salsodromo en el que podíamos hacer el ridículo sin roche, el Cohíba de la Avenida El Ejército. A mi pareja y a mí, principiantes aún, nos hubiera encantado quedarnos tumbados en el Tumbao de la Victoria. Pero bueno, tampoco hay que ser tan desubicados, en el Tumbao sí que nos hubieran dado una buena tunda.

Ir a bailar salsa era todo un acontecimiento para mí y debía vestirme de acuerdo a la ocasión. Estuve a punto de ponerme una minifalda negra, de esas que cuando das un giro se vuelven vaporosas y demasiado permisivas a los ojos ajenos, pero para mala suerte de mi acompañante, se le rompió el cierre y tuve que reemplazarla por un pantalón negro, muy serio para mi gusto. Busqué en mi guardarropa algo que lo hiciera sexy y tropicalón y encontré un polo de licra pegadito que termina en falda. El color verde estaba perfecto para la ocasión, pero ni con esas pude animar a J. Cuando me vio quedó bastante decepcionado. Aunque mencionó un “linda” por ahí, sé que en su mente reclamaba ¡las piernas con taco aguja! Yo, en cambio, suspiré de alivio cuando lo vi con su camisa blanca de manga larga. Tenía un look desaliñado y chic que le caía muy bien. Uf!!! Si se hubiera aparecido con una guayabera colorida —amenazó con eso— o muy formalito, con la camisa dentro del pantalón y el pelo engominado, habría perdido algunos puntos. Debo confesar que este chico está en competencia con otro, pero eso es historia de otro post.

Cuando llegamos, el lugar estaba repleto. Tuvimos que cruzar la pista de baile para sentarnos en una mesita libre al lado del estrado, donde estaba ubicaba la banda. Una morena apretada endulzaba a las parejas con el azúcar de Celia, mientras nosotros nos comenzábamos a habituar al ritmo del bongó y la gaita. Qué sabes bailar mejor, le dije, salsa cubana o de línea. Me miró sorprendido con una sonrisita nerviosa, esperando que yo develara la broma. ¿Cómo que salsa de línea? Sí pues, para mí es más fácil la de línea, le dije. Se rió a carcajadas. Pucha, me fregaste, no tenía idea que existía la salsa en línea, me tienes que enseñar. Y salimos a bailar. Me tomó de la cintura y pude sentir un temblor en sus manos, era la primera vez que estábamos tan cerca. Uno, dos, sígueme. Sí, así, a ver, probemos con una vueltita. Definitivamente no iba a conquistarme con salsa, su terreno eran las letras y punto, pero pensé que me había llevado hasta ahí para sorprenderme. Me había imaginado que si sabía contar historias tal vez podría llevarme con soltura de un tema a otro, hacer saltos de tiempo, darme giros inesperados, no sé, yo solita me hice una novela en la cabeza. Sólo a mí se me ocurría pensar que un hombre acostumbrado a los vaivenes de la mente podía ser experto en estos menesteres. Su propuesta fue sólo un juego, una excusa divertida para poder salir conmigo.

A la hora nos rendimos y nos dedicamos a conversar más que a bailar, viendo a los personajes del lugar. ¡El asilo se había salido en tropel! Todos parecían enamorados y excitados. ¿Es que todavía existe el sexo a los sesenta? Además, se habían reunido todas las trampas de Lima, seguros de que en ese lugar podrían expresar su amor sin tapujos. Y el espectáculo de la danza fue otro cuento. Estaba el típico tío escandaloso de camisa roja que bailaba la salsa como si fuera marinera; el dotado de gracia, ligero y elegante, que sabía mover las caderas sin aspavientos; y, claro, no podía faltar el salserito de barrio, el cholo power que perseguía a su pareja en una carrera atropellada, porque su salsa era demasiado rápida, brusca y enredada. Incluso hacía piruetas arrodillado y empujaba las sillas invadiendo a los novatos como nosotros, que nos sentíamos intrusos en ese lugar.

Así no las pasamos, divertidos con el espectáculo que nos rodeaba hasta que llegó el momento de la verdad: el bolero. No tenía idea de que en los lugares de salsa tocaban bolero. ¡Esa era la trampa! J me había llevado hasta ahí para bailar pegadito, cachete con cachete. No pude rechazar su invitación y salimos con Sabor a mí. Me sentía igual que en la adolescencia, bailando lento con el chico que te quiere caer. La diferencia era que no estábamos escuchando el inglés susurrado de Air Suply o el More than words de Extreme, sino ¡el lento de mi abuelita! Un día tenemos que ir a bailar bolero al Bolívar, en una loseta, me dijo al oído. Y tú tienes que ir con vestido y yo con terno. Ay qué flojera, vestirse tan formal no es mucho mi plan. Le dije eso, pero la verdad es que no me imagino en un encuentro tan romántico si es que no estoy segura de qué es lo que va a pasar con él. Pero, por otro lado, para poder elegir tengo que probar el material. En algún momento tendrá que ocurrir, ya llevamos saliendo más de dos semanas y nunca ha tratado de besarme. Su forma de demostrarme que está interesado en mí son sus detalles. Un día se apareció en mi casa con veinte dvds de películas clásicas, porque a mí se me ocurrió mencionarle que quería saber más de cine. Me escribe mails gigantescos y la última vez que se fue de viaje no dejó de sacar regalitos de su bolsa de Papá Noel.

El asunto es que yo sabía que esa noche no se iba a atrever a hacer nada. Sacarme a bailar lento fue su máximo esfuerzo y yo no estaba preparada para besarlo. Después de varias decepciones amorosas, al fin he decidido que estoy mejor sola. No es una pose. Sencillamente no estoy desesperada por conseguir pareja y disfruto de mi soledad, aunque eso no quita que pueda divertirme. El problema es que J no es chico de una noche y si lo besaba, tal vez lo hubiera interpretado como un “sí” (a veces me sorprendo a mí misma hablando como si fuera un hombre).

La noche de salsa terminó con el bolero. Fue tan tenso ese abrazo que los dos terminamos exhaustos. Alrededor, las parejas seguían dándose piquitos y mirándose con adoración, mientras a nosotros nos había invadido una fría sensación de incomodidad. El Grinch del amor estaba más presente que nunca (así me ha bautizado J). Definitivamente, el invierno ha llegado.