domingo, 17 de octubre de 2010

De flora y fauna


Mi tercer centro ha colapsado. Para explicarme mejor, el tercer centro es el que está arriba del ombligo, es de color amarillo, y ahí es donde se concentra todo nuestro hacer. Es la fuerza que nos empuja a producir. Pero se me pasó la mano, bajaron mis defensas y dejé la puerta abierta para que entraran a mi organismo ciertos inquilinos malignos. Después de aquel fatal diagnóstico de gastritis severa visité a otro médico, menos pomposo y más cálido. El tipo de doctor que, con una sonrisa en los labios te dice que estás más cerca de la tumba que del trabajo (acuérdense que vivo al frente del lugar en donde laboro), tomándolo con calma y buen humor. Así, me sometí a pinchazos, insólitos soplos en unos globos metálicos para detectar si mi aliento estaba contaminado y, por supuesto, a aquella prueba que no podemos evadir los que sufrimos del estómago, la tan temida prueba de heces, o por decirlo de otra forma y ponernos a tono con Al Gore: la prueba de la verdad incómoda. Pero mi nuevo médico, más conocido como Benito Bodoque de Don Gato y su Pandilla, no se contentó con una de esas pruebas incómodas. No. Su afán por descubrir qué había más allá de mis entrañas lo hizo llevarme a tres nauseabundos días en los que tenía que recoger mis regalitos, ponerlos en un frasco esterilizado y, agárrense los asquientos, guardarlos en el refrigerador para que no se descompongan hasta llegar al laboratorio. Por supuesto que, para mí, eso era lo de menos. Ya había tenido suficiente con todos mis malestares, privaciones y sobre todo con tener que partir mis pastelitos con cucharita de plástico, al borde del vómito. Mientras lo hacía, me decía a mí misma, piensa en otra cosa, imagina que es un pedazo del delicioso tres leches de chocolate, el nuevo invento de mamá. Pero era imposible. ¿No dicen que la realidad siempre es más impresionante que la ficción? Aunque mejor me abstengo de dar más detalles del asunto porque la vez pasada una señorita expresó su gran desagrado respecto a mi anterior post con solo una frase: “Qué horror!!!!!”. Me dio mucha risa. Su etapa anal no la debe tener resuelta, y seguro yo tampoco, solo que la manifestamos de formas diferentes. En fin. Pero como soy boca floja y todo lo cuento (tranqui amigas, a ustedes siempre las disfrazo), le comenté mi hazaña del refrigerador a cierto hombre romántico que expresaba su amor por mí mandándome flores y chocolates (por cierto, parece que ha olvidado el número del delivery). Su respuesta fue tan conservadora como su personalidad: cómo había osado colocar un frasco de análisis en el lugar inmaculado de dónde salían sus fabulosos planchaditos o sus mayapizzitas. Lo invadió una mezcla de incredulidad, gracia y miedo. Y aquella impotencia por no poder detener ese hecho ofensivo y grotesco le dio un matiz cómico y relajante a todo este asunto. Así, la Maya fastidiosamente morbosa le seguía contando los detalles para espantarlo aún más y reír a carcajadas, que buena falta le hacía. Pero si aquello emana gases tóxicos!!!!!, me dijo. Nada iba a hacerlo entender que mis pastelitos no significaban ningún peligro. Estaban guardados como las muñequitas rusas, dentro de un frasco cerrado, dentro de una caja y dentro de una bolsa plástica. Por supuesto, eso no era suficiente para él ni para su hija casi adolescente que me miraba como un ser de caca-galaxia. A la mía, en cambio, le causaba gracia y desconcierto. Mi niña bonita les contaba en secreto, una y otra vez, el gran atrevimiento de su mami riendo a carcajadas como yo.
Pero la gracia llega hasta ahí. Cuando volví al consultorio del Dr. Benito para recoger mis resultados, el hombre no podía estar más sorprendido y risueño. Esta última característica fue la que más me preocupó. Ya sabía que algo malo se avecinaba. Dígalo rápido por favor, decía entre dientes. ¿Pero qué come Ud. Señora?!!!! Tiene una flora abundante pero de muy mala calidad, me dijo. Y después de explicarme exactamente qué tenía, con toda aquella paciencia que lo caracteriza, yo vi a mi querida flora de otro modo (es que siempre prefiero ver el lado positivo a las cosas). Era una flora extremadamente acogedora y confiada, que albergaba a una fauna variopinta: al capo de la banda microbio, el peligroso elicobacter, y a su angurrienta esposa ameba que amenazaba con seguir creciendo y finalmente convertirse en la gran dictadora de izquierda radical que me quitaría mis deliciosas riquezas, ganadas con el placer de mi boca, para repartirlas entre ella y los pobres organismos eucariotas que ya habían tomado mi estómago por asalto.
Como comprenderán, salí del consultorio deprimida, y para rematarla, llamé inmediatamente a mi querido amigo romántico (la Maya ha cambiado, ahora también acepta peluches… de El Grinch), quien no tuvo la mejor idea de decirme: ¿y es contagioso?

La lucha ya empezó. Lo malo es que el poderoso armamento de antibióticos y antiácidos me están matando a mí también. ¿Es que así son las batallas no? En los dos bandos siempre hay heridos, pero debo ser fuerte y luchar hasta quemar el último cartucho. Aunque teniendo en cuenta el historial de héroes poco respetados con los que cuenta nuestra patria, mejor me defiendo nomás sin pretender la gloria, sino solo la sobrevivencia.
Señores, apoyen la causa (cómanla por mí) y envíenme largo aliento.