sábado, 19 de abril de 2008

El pilaf


Mi último amorío comenzó con una cita a ciegas. Karen, una amiga de la oficina, quedó en presentarme a un chico. Digo chico, pero en realidad no era ningún chibolo, tenía 38 años. Después de mi separación, la única relación importante que tuve fue con un “chico” de 40, o sea, que este se le acercaba. El día de la cita, el chico, al que le vamos a llamar… Eduardo, nos invitó a su departamento, él iba a cocinar.
Llegamos a las 10 de la noche. Su departamento era de esos a los que entras por la puerta del ascensor. Detalle un poco claustrofóbico para mi gusto. El lugar era amplio. Sillones modernos, una alfombra colorida en el medio, sin mesa de centro. El comedor, de líneas rectas y madera oscura. No había cuadros, se acababa de mudar hacía un mes. Cuando salimos del ascensor él hizo su aparición desde la cocina y lo que vi me desconcertó. ¡Realmente no esperaba a un chico! ¡Se le veía muy joven! Me remonto nuevamente a mi relación anterior: un hombre serio, con dos grandes entradas en las esquinas de su pelo, todo un señor. Eduardo, en cambio, parecía un treintón como yo, no un casi cuarentón. Nos recibió con una gran sonrisa y no pude ver en él un signo que delatara la impresión que le causé.

Eduardo había estado preparando la cena desde el día anterior. El muchacho se había esmerado. Lo desconcertante es que nos contó que se había quedado hasta las dos de la mañana preparando el asado. Es que la carne se debe cocinar lento, como en cuatro horas, nos dijo. Así que se había tomado su tiempo, vaya detalle. Ni siquiera me conocía y había hecho eso por quedar bien, me imaginé lo que podría hacer por mí cuando realmente me conociera (una idea ilusa, teniendo en cuenta que las valoraciones de las mujeres no suelen coincidir con las de los hombres). Pero después me di cuenta de la verdad del asunto. No es que me haya querido impresionar, o, en todo caso, no fue sólo eso. Lo que pasa es que el muchacho era lento en su quehacer de chef aficionado. Desde las diez de la noche que llegamos, lo vi ir de aquí para allá, haciendo no sé qué, porque se supone que la carne ya estaba lista y todo ya lo tenía picado. A sí, le faltaba juntar las lechugas, mandarinas, espinacas y croutones de la ensalada, hacer el arroz y la salsa. En un momento entré a la cocina para husmear y vi que estaba licuando el caldo de la carne en el nuevo mixer que acababa de abrir. Y por hacerle conversación se me ocurrió decirle que lo empuje hasta abajo, que no tuviera miedo, porque todo lo hacía con tanta minuciosidad y perfección que a veces me desesperaba. Pues me hizo caso, y al instante le salpicó un poco de salsa naranja en su polo inmaculado. Eso era lo que no quería que pasara, ¡ya ves! Nos reímos. En realidad, toda la noche nos reímos gracias al esposo de Karen, que no dejaba de hacer bromas en torno a la parsimonia de su amigo. Y encima, A Eduardo se le ocurrió comentar que él no era paciente. ¡Dios, qué ser loco y endemoniado seré yo! Bueno, así pasaron las horas, con varias copas de vino, yo conversando con mi amiga y visitando al chef de vez en cuando en la cocina. En una de aquellas visitas lo vi lavando sus implementos de cocina. Observé cómo echaba el detergente encima de la olla. Era de esos detergentes concentrados que vienen en gel y que deben diluirse en agua para usarse. Pues él no diluía nada, y yo veía cómo se iban chorros de chorros de aquel gel verde y su plata de paso. Además, me imaginaba que si no enjuagaba bien se estaría intoxicando en los próximos días, semanas, meses. Verán que yo también soy algo maniática, ese detalle de la limpieza me lo heredó mi queridísimo ex esposo.

Ya habían pasado dos horas y todavía no había terminado. No entendía. Al fin decidió que era hora de hacer el arroz. Es un arroz pilaf, nos dijo. Se cocina en el horno y lleva curry. Qué cara le habré puesto que de inmediato me preguntó, te gusta el curry ¿no? No mucho, le dije, y reí, pensando que lo iba a tomar con humor. Pero es una pizca, me dijo con un gesto de incomodidad. Me di cuenta de que no podía ser tan sincera y traté de barajarla. Sí, en realidad, no me gusta cuando se siente muy fuerte el sabor, pero seguro te queda riquísimo, y volví a reir. Era inútil tratar de arreglar lo que dije. Y el esposo de mi amiga aprovechó el detalle para seguir fastidiando a Eduardo.

Después de cuarenta y cinco minutos más, Karen y yo decidimos instalarnos en el comedor, no debía quedar ninguna duda, ¡teníamos hambre! Hubiéramos podido hacer la rabieta de los cubiertos y golpearlos contra el vidrio que hacía de mesa, pero algo más lamentable lo impidió, estábamos cansadas. Yo tenía la mano apoyada en la quijada, todas mis fuerzas estaban enfocadas en tratar de mantener los ojos abiertos. Ese día había sido el santo de mi hija, cumplía cuatro años, y no había sido una tarde muy relajada que digamos. La nena no quiso participar del show, se sentó al lado de su caja de regalos, una nueva extensión de su cuerpo, y mientras le cantaban el happy birthday ella entonaba su propia melodía de gritos desaforados. Y para colmo de males, cuando el hijo de Karen le entregó su regalo ella se paró encima de la caja y comenzó a chancarla. Un caos que me dejó exhausta. Nunca me había pasado esto con una chica, dijo Eduardo cuando vio que mis ojos iban cediendo a la ley de la gravedad. ¡Te estás quedando dormida! Y regresó a la cocina con la misma sonrisa de preocupación que puso con lo del curry.

A la una de la mañana estaba todo listo, menos el pilaf. El arroz nunca se cocinó y Eduardo tuvo que servir el asado solo. Nos consoló con pan baguette y con la ensalada que estaba a punto de marchitarse en el olvido. Cuando tuve el plato al frente sentí pánico. Eduardo no hubiera podido soportar un fracaso más, si ese asado estaba feo no quedaría nada para salvar su ego de perfecto anfitrión. Pero para suerte de todos, eso no ocurrió. La carne se deshacía en la boca y la sazón estaba realmente exquisita.

Así empezó mi historia con este “chico”, y después de un par de meses, así terminó, como el pilaf que nunca se coció.