
Hace exactamente un mes atravesé el Océano Atlántico, pasé por Dakar, el desierto del Sahara, Marruecos, el Mar Mediterráneo y la Bahía de Accio para llegar a Roma. 11165 km de distancia y ya estaba en el viejo mundo. Lástima que no pude bajar a conocer la ciudad del imperio, tuve que esperar unas tres horas más para tomar el avión a Madrid. El primer temor que tuve fue la maleta. Todas mis compras de Buenos Aires estaban en esa maleta mía, suficientemente grande para que entraran mis botas gauchas, mis carteras y los libros. Así que llegué a Barajas barajando la posibilidad de no encontrarla y, después de caminar y caminar, voltear, bajar escaleras y seguir caminando, al fin ubiqué el lugar para esperarla. Y ahí estaba.
Madrid me recibió con unos 40 grados o más, con un cielo despejado y un aire menos tóxico. O eso me pareció. Los taxis son un lujo, pero no había forma de que tomara el metro con aquella maleta que parecía llevar ropa para un año. Además, hay detalles que uno debe contemplar antes de un viaje a Europa, como estar preparado para gastar dinero. Y si uno llega con esa consigna duele menos, aunque no puedas evitar calcular una y otra vez cuántos humildes soles peruanos se te están escapando del bolsillo. Dicen que el que convierte no se divierte.
Pasamos, entonces, el trauma del taxímetro, lo que no se puede pasar tan fácil es el trato malhumorado y tosco, y la forma de hablar de los madrileños, parece que estuvieran en una carrera por ser los más inentendibles del planeta. Pero el detalle curioso de los taxistas es que en todo el tiempo que estuve en Madrid nunca me dejaron en el lugar exacto al que me dirigía. Siempre una cuadra más arriba o más abajo, que por aquí no se puede pasar, que es un lío dar la vuelta. En fin, no viajé para hacerme mala sangre. Visité a algunos buenos amigos y fui parte de sus rutinas. Si vas de compras tienes que empacar tú mismo y cargar las bolsas, para luego correr al metro, por lo que hay que hacer varios viajes por semana si quieres llenar el refri. Tomar una conexión, luego otra, y esperar con el sudor derritiéndose en tu entrepierna. Llegas a un piso minúsculo, otro abrazo de calor te espera. Imposible pagar por un aire acondicionado. Y ni qué decir de la ayuda doméstica. Para las casadas con hijos, solo quedan las guarderías. Comer en platos descartables para no ensuciar demasiado. Llevar a los hijos a cuanta reunión tengan porque no hay donde dejarlos. Acostumbrarlos a las malas noches, a las conversaciones de adultos, al humo del cigarrillo. Eso es lo peor de España, el humo. No importa dónde estés, siempre te alcanza: osado, impertinente, invasivo, amparado por un calor que lo hace más resistente e insoportable. Increíble que en Perú seamos más concientes con los no fumadores. Y el trato, vuelvo al trato, no existe el por favor, ni el gracias. ¡Nuestras lisuras limeñas son caricias! No hay lugar para las sonrisas, aunque sean falsas como las nuestras, ni para nuestros típicos diminutivos.
Lo bello de Madrid: caminar por una callecita del centro y escuchar extasiada una banda de música clásica. El encuentro multicultural, la historia, los museos, el pulpo a la gallega, las librerías. La noche madrileña llena, rebalsando en las esquinas. Lo que me quitó el aliento: el Cristo Crucificado de Velázquez, que el pintor hizo por encargo de un caballero que quería expiar sus culpas por haberse enamorado de una monja. Además, por supuesto, cómo olvidarlo, el hotel Alicia Room Mate, ubicado en la calle Las Letras, al frente de la plaza Santa Ana. Cómo no apreciar esa maravilla, un hotel de diseño en pleno centro de Madrid y a tan solo 90 euros (sí, eso sí me pareció barato comparándolo con los hoteles de Lima), sobre todo después de haber pasado una noche en el departamento de un buen amigo peruano que me ofreció su sala para dormir. Antes de acostarme me dijo, ¿qué prefieres, bulla o calor? Obviamente le dije bulla —en Lima estoy acostumbrada al ruido porque vivo en una avenida—, así que procedió a abrir la ventana. Resulta que el chico vive en pleno centro de Madrid (a dos cuadras del hotel Alicia), en la calle Echegaray, repleta de bares y juerga nocturna y, créanme, esa noche la bulla venía desde el mismo infierno de Dante. Gritos, insultos, botellas que se estrellaban contra el piso, música estridente que aparecía de pronto, para luego ocultarse en voces de todas las lenguas. Llantos, risas, súplicas. Cuando salí para ir al aeropuerto, a las tres de la mañana, vi a un par de chicas muy jóvenes, coqueteando con unos tipos en la puerta de un local. Una se ellas, con una micro falda, se balanceaba de un lado a otro con una botella en la mano, y la otra estaba sentada en una vereda con las piernas estiradas y los ojos perdidos, a medio abrir. Fue solo un momento que vi esa escena desde la ventanilla del taxi. Un chispazo de conciencia. ¿Es que acaso me había convertido en una vieja? No. Soy madre y ya no hay vuelta atrás. Imaginar a mi hija en una situación así, tan desprotegida y vulnerable hizo que mis sienes estallaran. Recordé que no había dormido nada, felizmente llevaba en la cartera varias pastillas para el dolor de cabeza. La noche madrileña, que en un principio me había parecido divertida, se estaba desbordando en mi cerebro. ¡Y era lunes!
Plaza Santa Ana
Hotel Alicia Room Mate
Hoy, que he vuelto al hogar, estoy convencida de que prefiero mi ciudad tercermundista. No puedo negar que vivo en un país con muchísimas diferencias económicas, sociales y culturales y que yo pertenezco a la minoría. Tengo suerte de vivir en mi burbuja, pero aquí caí y aquí me hice. Mi departamento de 117 m2 es un lujo, comparado a lo que vi en Madrid (63 m2 por un millón de dólares!!!). Tengo un Wong, a pesar de que ahora es chileno, y a mi hija la cuida un ángel cajamarquino que llegó para hacerme la vida más fácil. Así que me quedo aquí, con mis cholos, con los ambulantes de las avenidas, el caos vehicular, con Allan, con la hipocrecía limeña, con mi ciudad chiquita, nada exuberante, ni inmensa, pero mía. Con los pocos sitios que hay para salir y que paran reventando. Con mi cevichito, mis choclos serranos, mi quesito fresco, mi chifita, mis anticuchos, mi fruta abundante. Con mis Sublimes y mi Inca Kola Diet. Aquí con poco se goza y además tenemos playa a la vuelta de la esquina!!!!!
Si quieres crecer y madurar, sal de Lima, anda a sufrir. Sufre peruano sufre ¿no dice el dicho? Eres un profesional y mientras aquí enseñabas en la universidad ahora te sacas la mugre vendiendo y cargando libros en Madrid. Todo por estar en el primer mundo, en el mundo de las oportunidades. Experimenta, vive, conoce, aprende a hacer las cosas por ti mismo y luego regresa amando más a tu país, valorando lo que tienes. Me molesta acudir a un dicho tan común, pero no me queda más que repetirlo: uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde.
Estoy segura de que nada es fácil ni aquí ni allá, pero por ahora yo me quedo aquí, dispuesta en encontrar mi oportunidad en este país que cada vez me hace sentir más orgullosa, a pesar de todo.