Mi primera vez en la tierra de Carrie. Llegué sola al aeropuerto de Newark, por lo que tuve que tomar todas las precauciones posibles considerando mi condición de viajera primeriza: nextel en mano para comunicarme con Lima, monedas de veinticinco centavos por si tenía que hacer una llamada en un teléfono público, los datos del hotel en mi Moleskine, la info del seguro y la hoja de contactos varios que me dieron en la oficina. Todo estaba calculado. En la puerta del aeropuerto tomaría uno de los miles de taxis amarillos que me llevaría con total seguridad al hotel, pero apenas saqué mi maleta me abordó un gringo corpulento aturdiéndome con su inglés apurado y prácticamente me dejé arrebatar el equipaje. Lo seguí cual zombi por unas escaleras eléctricas que me condujeron a un segundo piso. Fue tal su determinación que no pude decirle que no. Es que no estaba con mis cinco sentidos despiertos. Había volado toda la noche en un asiento que no se reclinaba, abriendo los ojos cada media hora, jugando a la contorsionista para tratar de encontrar mi añorada posición de bebé, con la única que me puedo quedar dormida. Solo quería llegar al hotel, descansar y encontrarme con mi amiga Sifrina, así que lo seguí, no con confianza sino con una resignación absurda. Era tan fácil hacer lo que me habían dicho que haga, pero no, mi flojera pudo más, y en Nueva York!!!! En la ciudad de La ley y el orden UVE (unidad de víctimas especiales). Salimos a un estacionamiento y sospeché que algo no andaba bien, algo no cuadraba en mi esquema de taxis neoyorquinos, no veía ningún taxi amarillo!!!! El hombre me llevó hasta una camioneta grande, tipo Van, y cuando abrió la maletera me atreví a decirle: sorry… and the yellow car? Oh! is the same miss. Please, do you have any identification?, le pregunté, aunque sabía que era inútil, me podía enseñar una estampita de la virgen e igual podía violarme (pero no precisamente para quitarme la virginidad). Agilito, me enseñó algo que parecía una licencia y no me quedó más que entregarme. Primero ganó la flojera, después, la vergüenza. Ya había llegado hasta ahí, había cargado mi maleta, no podía decirle que no me iba a subir a su auto porque pensaba que era un serial killer. Subí aterrada y cuando me estaba poniendo el cinturón de seguridad sonó el nextel, era mi capi, que dónde estaba, que si llegué bien, ¿te subiste al taxi amarillo? No puedo hablar ahora, luego te llamo, le dije con voz incómoda y con un dejo de molestia (como suelo desquitarme con quien más amo, le eché la culpa por obligarme a ver aquella serie de policías que se dedican a resolver casos de abusos sexuales). No quería verbalizar mis fantasías criminales porque tenía miedo de que se hicieran realidad si el conductor las escuchaba. Hubiera sido como nadar con una herida sangrante al costado de un tiburón. Y mi tendencia a la negación, al no querer ver la realidad, se apañaba con el silencio. Además, aunque Ud. no lo crea, me preocupaba lo que podía pensar el taxista, aunque me había dicho que no hablaba español.
Conforme fuimos avanzando, me fui relajando. Vi los edificios gigantes a lo lejos, pasamos por un túnel, debajo del agua, y nos adentramos por una ciudad vieja y atolondrada hasta que finalmente llegamos al Dream Hotel. Efectivamente era un sueño estar ahí, no solo porque ya era evidente que el gringo en cuestión solo estaba haciendo su trabajo, sino porque había llegado a la ciudad de Woody Allen, Paul Auster y Desayuno en Tiffany’s, a la ciudad que había visto tanto en fotos, series y películas que reconocía sus carritos de comida rápida en las esquinas o los edificios viejos y altísimos, creyendo que ya había estado ahí. Una ciudad que se me había metido en la sangre sigilosamente, durante años, sin que me diera cuenta y cuando de pronto, me encontré con ella, la sentí como parte de mi historia personal, porque ya la conocía por lecturas, imágenes, íconos de la moda, música. Estaba en la ciudad de El Gran Gatsby!!!! y Frank Sinatra me cantaba al oído New York New York…
Del romanticismo pasé a la realidad. La gracia de treparme a un taxi que no era amarillo me salió cien dólares (bueno, a la oficina, ups!), además de un shot adrenalínico que me sirvió para cambiarme y salir inmediatamente, sin rastros de cansancio. El trabajo esperaba en el Make Up Show.
La Sifrina conocía bien la ciudad, ya había estado ahí como cuatro veces (ya entenderán por qué el apodo), así que ella se encargaba de guiarme. Además, el orden de Nueva York es muy lógico, era imposible perderse, ubicar cualquier dirección se trataba solo de encontrar las intersecciones de grandes avenidas con calles, ambas solo llamadas por números. Primera demostración de la mentalidad práctica de los gringos, de hacer más fácil la vida de la gente, y la vida de personas tan despistadas y desubicadas como yo. Pero además, por si aca, seguía cargando en el bolso el nextel que me permitía comunicarme con ella si es que nos perdíamos entre los pasillos de zapatos del Macy’s o en los sales de Forever 21, claro, en nuestros ratos libres fuera de las ferias.
Nuestra chamba era simple y muy gratificante, pero agotadora. Ella tenía el trabajo de hablar con los proveedores, in eanglish, of course, y yo tomaba fotos clandestinas con mi iphone misio (sí, en New York el iphone 3 ya no existe y yo, ilusa, me compré un case very fashion del MOMA pero no le queda pues, el 4 es más light). La Sifrina se quería morir cada vez que yo sacaba mi aparatito y le tomaba fotos a los productos exclusivos que se exhibían en Luxepack o dentro de las tiendas. Pero yo ya tenía preparado el “sorry” y la cara de turista ingenua. La tarea en Nueva York era mirar, registrar todo lo nuevo, lo raro y lo extraordinario de esa ciudad, además de comprar los últimos lanzamientos de productos cosméticos, y con ello partirse la cintura, ampollarse los pies y experimentar en carne propia la desesperación de los típicos transeúntes neoyorquinos que pueden matar por un taxi. Sí, así como en las películas, éramos Carrie Bradshow y Charlotte York (en realidad, mi amiga es mucho más avispada que la encarnación de Kristin Davis y tiene el toque vedettero de Samantha) por la Sexta Avenida en busca de un taxi. Hora y media caminando después de salir de una noche espectacular en Broadway para tener la suerte de subirnos a un taxi libre. Pero otro día, la escasez de los demandados yellow cabs me salvó. Gracias a la espera en una esquina, después de haber corrido bajo la lluvia con paquetes en mano, me pude dar cuenta de que había dejado una de mis bolsas de compras en una tienda de videojuegos!!!! Felizmente, en gringolandia son nóicos con los paquetes ajenos, así que nadie tocó mi preciada bolsa, y cuando volví a la tienda ahí estaba, en el mismo lugar donde la había dejado. Así pude recuperar mis sexys zapatos negros de tacón y plataforma.
Frases inspiradoras en escaparates de Paul Smith
Otro día, a falta de taxis, tuvimos que subir a una bicicleta tipo mototaxi, manejada por un negro asesino que me convenció casi a gritos para que me trepara a su vehículo. Only ten dollars!!!!!, me dijo con los ojos desorbitados, pensando que era una turista tacaña y no una aterrorizada Maya que había perdido el sentido de la aventura. Pero la Sifrina estaba tan emocionada por experimentar la fuerza de aquellos femorales (ese es el problema de tener solo un hombre en la vida) que tuve que ceder, sujetarme con fuerza y rezar mientras el sujeto pedaleaba a toda velocidad peleándose a gritos con lujosos Mercedes para que lo dejaran pasar. Solo eran diez cuadras hasta Basta Pasta pero yo sentí que fueron cien, entre los baches tritura riñones y los giros de la muerte que nos dejaban a nosotras y al ágil conductor en direcciones distintas. Pero llegamos al restaurantes sanas y salvas, con picture y todo, y nos recompensamos con un delicioso spaguetti al parmesano y prosciutto en un restaurante italiano creado por japoneses (o chinos?), una de las cenas más ricas y más baratas de la gran manzana.
En mototaxi gringo, rumbo a Basta Pasta
Spaguettis al parmesano y prosciutto en Basta Pasta, 37 W. 17 17th, St.
Pero si de comida se trata, nuestro trip gourmet no quedó ahí. También disfrutamos de una cena en el Thao, un restaurante con ambiente de discoteca, luces bajas y música fuerte, pero nada de baile, solo comida tailandesa deliciosa, buenos tragos, y un doble de Bruce Willis que muy amablemente nos tomó una foto en donde salimos pésimas. Además, en una de nuestras caminatas por la Quinta Avenida para ver vitrinas y tiendas, nos encontramos con un tesorito de la bella Italia: EATALY. Un lugar extraordinario. Cuando entrabas parecía una heladería pequeña, pero seguías caminando y te encontrabas con un mostrador que vendía el mejor café italiano y grandes anaqueles de chocolates caseros y empacados. Más adelante estaban los quesos, la pasta fresca, un mercadillo en donde vendían todo tipo de carnes y vegetales y hasta un restaurante.
Café enamorado
Eataly, 200 5th Avenue
Nueva York, un viaje inolvidable, con una buena compañía. Mi amiga aprendió a conocerme un poco más, a saber que después de largas caminatas y de llegar al hotel molida de cansancio tenía que hacer mis estiramientos básicos de yoga y mis respiraciones profundas para relajarme, además de algunos suspiros con aire de gemido que la convertían en Sifrina monotemática, así como Sprite. Y yo descubrí que, igual que mi capi, ella se arrullaba con el televisor prendido antes de dormir y también se cambiaba con el ruido del aparato, solo para tener una idea falsa de compañía. Yo buscaba desesperadamente un rico sándwich para el desayuno, mientras ella pedía que le retiraran el pan de la orden (no por cuidar la línea sino por un auténtico disgusto con el carbohidrato por excelencia) y pedía huevos escalfados con ensalada verde!!!! En la mañana!!!, además de comer carnes sangrantes y horrendas ostras babosas en toditos los almuerzos. Así y todo nos entendíamos a la perfección, yo la esperaba cada vez que quería maquillarse gratis en Sephora y ella me esperaba cuando se me ocurría fotografiar, en mitad de la calle, ventanas y escaleras de viejos edificios o ancianas espías y estrafalarias.
Así fue nuestro viaje por la ciudad de Sex and the City, que de sex no tuvo nada, ni siquiera de martinis o discotecas, aunque nuestro hotel tenía una de las discos más concurridas de la ciudad. Nosotras solo pensábamos en comprar y en echarnos en la cama de nube que nos abrazaba todas las noches. New york New York, este es el comienzo de nuestro gran romance, y aún quedan muchos más encuentros por relatar…
Bauman Rare Books, 535 Madison Avenue