Llegué a Buenos Aires para asistir al Ojo de Iberoamérica, un festival de publicidad. ¿Lugar? Hotel Hilton de Puerto Madero, el mismo de Nueve Reinas. ¿Se imaginan lo lindo que es salir a buscar un lugar para almorzar por esos lares? Además de alimentarme con jugosos bifes durante tres días, mis ojos se alimentaron con el río y sus embarcaciones, los árboles de Jacarandá, el puente de la Mujer y por supuesto, como no decirlo, con alguno que otro dios de carne y hueso que paseaba por ahí. Oh! Hay tanta belleza en ese lugar que hasta las grúas decidieron echar anclas y quedarse para siempre como parte del paisaje. Cómo lamenté no haber llevado mi cámara de fotos. La sacrifiqué por mi laptop, según yo era demasiado peso para el equipaje de mano. Gran error. Mientras Kat disparaba como loca yo la miraba mirar y quería ahogarme en las aguas turbias del río cada vez que se me ocurría algún encuadre, o sea, a cada paso. Y aunque mi querida amiga compartió su Nikon conmigo y se dedicó a tomarme fotos sorpresa, siempre con la melena de protagonista, nunca pude olvidar a mi humilde y maravillosa Olympus. Primera lección aprendida: la cámara de fotos es la extensión de tu brazo cuando sales de viaje.
Como comprenderán, nuestros paseos en Puerto Madero fueron un verdadero deleite, aunque solo podíamos mirar el menú, no solo porque una simple ensalada podía costar 50 soles aprox, sino porque nuestros corazones ya están cazados. Además, no toda la carne era premium, también estaban los comunes mortales que encima eran los más descarados. No tenían reparos en mirar de frente a su objetivo, las chichis. Pero eso no era lo peor, sino las caras triple X!!!! En un segundo me convertía en el asado de tira más deseado del puerto. Claro pues, me decía Kat, qué querés ché, si tus chichis están malcriadísimas, contrólalas!!!! Pero la Maya se había tomado muy a pecho el calor del lugar y necesitaba sacar a pasear a sus compañeras inseparables.
El primer día del festival llegué a las seis de la mañana y me eché unas horitas para descansar antes de la jornada. Kat llegó a las ocho y no contenta con despertarme, pegó el grito en el cielo porque nos habían dado una cama matrimonial!!! De pronto nos habíamos convertido en marida y mujer. ¿Pero no has pedido que nos cambien de cuarto? Me dijo. No, contesté somnolienta, asumí que la habitación con camas separadas era más cara y estaba dispuesta a compartir sábanas contigo mi querida, le dije. Estaba equivocada. Después de mi descanso pedí el cambio de cuarto y no hubo ningún problema. Nos dieron uno más espacioso y mi personalidad expansiva se aprovechó para apropiarse de casi toda la habitación. Mi ropa y mis efectos personales se desparramaron por todos lados: una silla, dos sofás, el elegante escritorio y la mitad de la única mesa de noche. Kat no protestó pero llegó tarde la primera noche, la segunda no llegó, mientras yo me despertaba a cada hora de la madrugada, con calor y escuchando ruidos extraños.
Salí a las diez de la noche del Hilton y mi mejor consuelo fue irme a escribir, pero como en el hotel era demasiado caro el acceso a internet, decidí ir al Starbucks de Puerto Madero (no sabía que había uno a cinco cuadras de mi hotel). Le pregunto al taxista si es peligroso caminar por ahí, me dice que no. Salgo y casi no veo gente en la calle. ¿No que las noches porteñas eran eternas? Camino a paso ligero, no me gusta nada estar tan sola, hasta que finalmente llego al café. Hola, ¿me podría decir a qué hora cierran por favor? En diez minutos, me dicen. No!!!! En Lima los Starbucks cierran a las dos de la mañana!!!! Qué pasa con esta ciudad ché!!!!
Al día siguiente me consolé con Galerías Pacífico y su maravillosa tienda PRUNE, y en vista de que ya no podía estar entre creativos despeinados, por la noche decidí unirme al clan literario de mi amiga Kat. Fuimos a un bar en donde recitaban poesía, a la tanguería de Roberto y al bar Río de la Avenida Honduras, de donde casi nos botan por escandalosas. Éramos un grupo de féminas eróticas que aullaba con la luz de la luna, producto de una botella de vino y de una bebida extraña de nombre impronunciable.
Mi historia de amor con Buenos Aires no acaba aquí. Y si me preguntan qué fue lo que más me gustó de este viaje no hablaría de sus bifes jugosos, ni de sus hombres-dioses o de su tango. No. Lo mejor de este viaje fue el humor gaucho. El último día de mi estancia, mientras volvía a mi hotel distraída con un cartel gigante de un guapo semi calato, la voz de un GPS liso me sacó del trance: pelotudo, para qué mierda tenés GPS si no me das bola. Y luego: Hacé 1.8 el culo te abrocho km y doblá a la derecha. Reí a carcajadas. Un motivo más para amar a esta ciudad suelta de lengua. Buenos Aires siempre nos traerá buenos aires señores. Un comercial y regreso!!!!