Mi hija quiere ser Rapunzel. Está con el pelo largísimo y no hay forma de convencerla para llevarla a la peluquería. La última vez salió llorando del lugar porque me empeciné en hacerle cerquillo. Cuando se miraba al espejo se levantaba el pelo de la frente con rabia y me decía, ¡mamá, quiero mi peinado de antes! El pelo crece hijita, le contestaba yo, sin adivinar que también crecería su odio hacia el peluquero.
Asumo que habrá pasado un año desde ese episodio, tiempo suficiente para cortar con su trauma. El pelo le llega a la cintura, lo tiene lacio y en las puntas se le forman unos bucles coquetos que cuando los estiro alcanzan su rabadilla. Por supuesto, ya no existe el cerquillo sino un sensual peinado a la cachetada que intento controlar con ganchos (no aptos para lacias) que siempre terminan colgando por algún lugar de su alborotada melena. Esa fue la razón por la que decidí hacerle un flequillo cómodo, para acordarme que tenía dos ojos y tirar a la basura aquellos ganchos resbaladizos.
Desde hace un buen tiempo, todos los fines de semana me digo lo mismo: este es el día. Pero como siempre tengo mil cosas que hacer, al final termino aplazando la cita con las tijeras. Aunque la verdadera razón por la que evado al peluquero es porque no quiero amargarme el fin de semana llevando a la niña a rastras o hacer una intensa chamba de negociación que termina dejándome exhausta y con la billetera vacía. Así que para hacer tiempo en el largo trayecto que será llevarla a la peluquería (imagino lo que será la cita con el dentista, ¡por Dios!), decidí ir yo. Ya me tocaba, parecía que me había solidarizado con la rebeldía de mi hija y estaba siguiendo sus pasos, ¡parecía virgen de pueblo! ¿Cuándo había sido la última vez que visité un salón de belleza? ¿Seis meses? ¡Horror!
Decidí sacar una cita con Carlo, un estilista de moda. Dos amigas del trabajo se cortan con él. Es churrísimo, me dijeron, ¡y no es gay! Yo solo quería verme diferente y necesitaba una buena mano, así que el cacharro o la opción sexual era lo de menos.
El mismo día que llamé por teléfono separé el horario de 2 a 3 de la tarde. Corrí mi hora de almuerzo pensando, ilusamente, que por tratarse de una peluquería cara serían puntuales. Por supuesto llegué a la hora acordada y tuve que esperar sentadita con revista en mano, alrededor de una hora, mientras el susodicho terminaba de cortarle el pelo a una clienta. Me gané con todo el parloteo. Que no tienes que matarte haciendo ejercicios, solo tienes que comer poco pero varias veces al día para no engordar. Mírame a mí, le decía él a la señora entrada en carnes. Y efectivamente, el sujeto era un alfeñique, demasiado flaco para mi gusto, de pelo rizado y amarrado a la loca en una media cola. Por dónde estaba lo churro, no sé. Creo que porque era argentino mis amigas cayeron rendidas con su acento. Bonitos ojos, sí, debo reconocer. El caso es que se pasó mi hora de “almuerzo” y tuve que llamar a mi jefa para decirle que me iba a demorar un poquito. Ah no, me dijo, tienes que venir… ¡pero regia!
Cuando llegó mi turno, el hombre me preguntó qué quería con mi pelo, aunque él sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo único que le dije es que no me gustaba muy corto ni esponjado. ¡El secreto está en el movimiento!, tu pelo necesita movimiento y vida, me dijo. Ahora lo tienes aplanado y opaco con tanta crema para peinar. Es preferible el volumen a tener un pelo muerto. Yo me quedé calladita, quería dejarlo trabajar. Lo peor que me podía pasar era que después tuviera que usar el doble de producto para controlar el frizz. Así que me senté confiada frente al espejo y dejé que me pusiera un babero gigante y atigrado. Fue divertido verlo trabajar. No encontraba los clips que buscaba con desesperación en las gavetas, se le caían el peine y las tijeras (creo que lo puse nervioso), alzaba los mechones concentradísimo, con una seriedad dramática, y mis rizos desteñidos volaban traviesos, formando un círculo a mi alrededor. Lo que más me gustó fue ver cómo cortaba con la tijera en forma vertical, con una agilidad juguetona, moviendo los brazos como director de orquesta. Y el toque final fue el mousse. Tu pelo se va a acostumbrar al producto y lo vas a poder controlar como tú quieras. Y por favor, agregó, ¡olvídate de la rayya al medio!
La visita al peluquero cumplió su cometido, momentáneamente. Salí sintiéndome regia, diferente, con olor a nuevo. Por la noche llegué a mi casa entusiasmada, con la intención de que mi hija se anime al corte de una buena vez, después de ver a su mami con un nuevo peinado. Entré al baño donde ella estaba chapoteando y se quedó mirándome largo rato, tratando de adivinar qué había pasado conmigo. ¿Te gusta? —le dije, moviendo la cabeza como Verónica Castro—. ¡No mami! ¡Quiero tu peinado de antes! ¡Es mi nuevo corte hija! ¡No me gusta!, repitió molesta. De pronto, me sentí irritada y me vi a mi misma haciendo puchero, ¡me había ofendido con el comentario de una niña de cinco años! El colmo. ¿Había ido para convencerla o para obtener su aprobación?
Al cabo de un par de días las dos nos acostumbramos a mi nuevo look. Ella no volvió a mirarme raro y yo ya no me sentía tan regia como al principio. Es verdad que mi pelo está sano, nada esponjado y con los rizos definidos —debo reconocer la maestría del estilista—, pero sigo siendo yo. Y así será siempre, aunque me empeñe y luche contra la corriente. Lo que sí puedo hacer es conseguir un mousse para manejar mis emociones, para observarlas desde afuera y dejarlas fluir. Como dice Carlo, ¡el secreto está en el movimiento!
Asumo que habrá pasado un año desde ese episodio, tiempo suficiente para cortar con su trauma. El pelo le llega a la cintura, lo tiene lacio y en las puntas se le forman unos bucles coquetos que cuando los estiro alcanzan su rabadilla. Por supuesto, ya no existe el cerquillo sino un sensual peinado a la cachetada que intento controlar con ganchos (no aptos para lacias) que siempre terminan colgando por algún lugar de su alborotada melena. Esa fue la razón por la que decidí hacerle un flequillo cómodo, para acordarme que tenía dos ojos y tirar a la basura aquellos ganchos resbaladizos.
Desde hace un buen tiempo, todos los fines de semana me digo lo mismo: este es el día. Pero como siempre tengo mil cosas que hacer, al final termino aplazando la cita con las tijeras. Aunque la verdadera razón por la que evado al peluquero es porque no quiero amargarme el fin de semana llevando a la niña a rastras o hacer una intensa chamba de negociación que termina dejándome exhausta y con la billetera vacía. Así que para hacer tiempo en el largo trayecto que será llevarla a la peluquería (imagino lo que será la cita con el dentista, ¡por Dios!), decidí ir yo. Ya me tocaba, parecía que me había solidarizado con la rebeldía de mi hija y estaba siguiendo sus pasos, ¡parecía virgen de pueblo! ¿Cuándo había sido la última vez que visité un salón de belleza? ¿Seis meses? ¡Horror!
Decidí sacar una cita con Carlo, un estilista de moda. Dos amigas del trabajo se cortan con él. Es churrísimo, me dijeron, ¡y no es gay! Yo solo quería verme diferente y necesitaba una buena mano, así que el cacharro o la opción sexual era lo de menos.
El mismo día que llamé por teléfono separé el horario de 2 a 3 de la tarde. Corrí mi hora de almuerzo pensando, ilusamente, que por tratarse de una peluquería cara serían puntuales. Por supuesto llegué a la hora acordada y tuve que esperar sentadita con revista en mano, alrededor de una hora, mientras el susodicho terminaba de cortarle el pelo a una clienta. Me gané con todo el parloteo. Que no tienes que matarte haciendo ejercicios, solo tienes que comer poco pero varias veces al día para no engordar. Mírame a mí, le decía él a la señora entrada en carnes. Y efectivamente, el sujeto era un alfeñique, demasiado flaco para mi gusto, de pelo rizado y amarrado a la loca en una media cola. Por dónde estaba lo churro, no sé. Creo que porque era argentino mis amigas cayeron rendidas con su acento. Bonitos ojos, sí, debo reconocer. El caso es que se pasó mi hora de “almuerzo” y tuve que llamar a mi jefa para decirle que me iba a demorar un poquito. Ah no, me dijo, tienes que venir… ¡pero regia!
Cuando llegó mi turno, el hombre me preguntó qué quería con mi pelo, aunque él sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo único que le dije es que no me gustaba muy corto ni esponjado. ¡El secreto está en el movimiento!, tu pelo necesita movimiento y vida, me dijo. Ahora lo tienes aplanado y opaco con tanta crema para peinar. Es preferible el volumen a tener un pelo muerto. Yo me quedé calladita, quería dejarlo trabajar. Lo peor que me podía pasar era que después tuviera que usar el doble de producto para controlar el frizz. Así que me senté confiada frente al espejo y dejé que me pusiera un babero gigante y atigrado. Fue divertido verlo trabajar. No encontraba los clips que buscaba con desesperación en las gavetas, se le caían el peine y las tijeras (creo que lo puse nervioso), alzaba los mechones concentradísimo, con una seriedad dramática, y mis rizos desteñidos volaban traviesos, formando un círculo a mi alrededor. Lo que más me gustó fue ver cómo cortaba con la tijera en forma vertical, con una agilidad juguetona, moviendo los brazos como director de orquesta. Y el toque final fue el mousse. Tu pelo se va a acostumbrar al producto y lo vas a poder controlar como tú quieras. Y por favor, agregó, ¡olvídate de la rayya al medio!
La visita al peluquero cumplió su cometido, momentáneamente. Salí sintiéndome regia, diferente, con olor a nuevo. Por la noche llegué a mi casa entusiasmada, con la intención de que mi hija se anime al corte de una buena vez, después de ver a su mami con un nuevo peinado. Entré al baño donde ella estaba chapoteando y se quedó mirándome largo rato, tratando de adivinar qué había pasado conmigo. ¿Te gusta? —le dije, moviendo la cabeza como Verónica Castro—. ¡No mami! ¡Quiero tu peinado de antes! ¡Es mi nuevo corte hija! ¡No me gusta!, repitió molesta. De pronto, me sentí irritada y me vi a mi misma haciendo puchero, ¡me había ofendido con el comentario de una niña de cinco años! El colmo. ¿Había ido para convencerla o para obtener su aprobación?
Al cabo de un par de días las dos nos acostumbramos a mi nuevo look. Ella no volvió a mirarme raro y yo ya no me sentía tan regia como al principio. Es verdad que mi pelo está sano, nada esponjado y con los rizos definidos —debo reconocer la maestría del estilista—, pero sigo siendo yo. Y así será siempre, aunque me empeñe y luche contra la corriente. Lo que sí puedo hacer es conseguir un mousse para manejar mis emociones, para observarlas desde afuera y dejarlas fluir. Como dice Carlo, ¡el secreto está en el movimiento!