miércoles, 1 de septiembre de 2010

Hora de evacuación


Gastritis severa. El médico revisa mis resultados mientras habla por el celular a gritos y ultima detalles de un viaje para la siguiente semana. Luego, inserta un cd en uno de sus dos monitores gigantes ultra washi washi (tenían que ser Apple, por supuesto) y reniega entre dientes porque su súper máquina no lee el disco. Tengo que sacar mi copia de la cartera para relajar al gordito y aprovecho para preguntar: ¿Dr. qué es la gastritis? (quiero sentir que estoy aprovechando en algo todo lo que pago en la Clínica Anglo-Succión). Sigue en su mente, tal vez pensando en el churrasco que va a comer más tarde y que se atreve a prohibirme. Es una irritación del estómago, dice, después de medio minuto de silencio, e inmediatamente aparecen las imágenes. Primero vemos a mi esófago, muy lindo él, mientras entra la cámara en una carrera vertiginosa. Hasta ahí todo bien. Luego llegamos a la boca del estómago. El médico hace un stop brevísimo y me dice que tengo una pequeña hernia. ¿What? Se me desencaja la mandíbula (más, imagínense). Lo de la gastritis lo imaginaba, pero lo de la hernia estaba totalmente fuera de los planes. Seguimos avanzando y llegamos al centro del problema, las heridas. Vemos unas imágenes medio nerviosas y luego la cámara escapa hacia un agujero que se abre y se cierra, como una criatura marina hambrienta. ¿Qué es eso Dr.? Es el píloro, dice. ¡Y eso! ¿Es sangre? Digo horrorizada (ahora no sólo la mandíbula está desencajada, sino que las aletas de mis fosas nasales se abren tratando de contener el espanto). Sí, el estómago sangra un poquito cuando se hace la biopsia, no pasa nada. ¿Un poquito? Parecía que Freddy Krueger había estado entrenando en mi estómago!!!! Finalmente la película termina, antes de que se me bajara la presión. ¿Dr. la hernia se cura? No, dice él de la forma más fría e inexpresiva. Las hernias crecen con el tiempo. Se vuelve a quedar mudo, sigue escribiendo sus notas en la historia clínica, y cuando estoy a punto de preguntarle cómo debo cuidar mi hernia me interrumpe con un movimiento brusco y se desplaza en su silla de un lado a otro. Llama a su secretaria, le dice a gritos que no está su sello. Por Dios, SU SELLO!!! Cuelga furioso y piensa en voz alta: dice que está al costado el selllo de miér….coles. Al parecer, se da cuenta de que existo, de que hay un paciente que lo saca de quicio porque no sabe lo que es una gastritis ni un píloro. ¿Lo ves? Me dice, bajando el tono, medio cohibido. Vuelve a darse cuenta de que no soy un ítem apto para el maltrato. Solo soy un ser ignorante que debe tratar con lástima, desde su posición de eminencia. Cuánta razón tenían mis amigas al decirme que era como Dr. House. Si al menos hubiera tenido la mitad de su pinta lo perdonaba. Al poco rato entra la secre corriendo y disculpándose. Se dirige a la habitación contigua y finalmente saca el famoso sello. Ya sabes que me enerva cuando no encuentro mis cosas, me pone de muy mal humor cuando mi trabajo no fluye, sigue renegando… por un sello. Y yo sigo desencajada, ya no por mi estómago herido sino porque este señor histérico tiene la raza de decirme que la gastritis es por estrés. ¡Por Dios! ¡Qué tendrá él adentro! Pero Dr. insisto, qué puedo hacer con el tema de la hernia. Me mira a los ojos por primera vez, toma una pausa y dice: Comer lento y defecar.

¿Por qué será que las mujeres somos las que más sufrimos con el tema fecal? Porque nos han educado desde chiquititas para ser princesas. Cómo puede salir de nosotras aquella materia apestosa, de nuestros potitos inmaculados y blanquitos. Cómo nos vamos a tirar pedos, tener retortijones o mucho peor, pujar!!! No, ya suficiente tenemos con el pujo materno y con toda aquella exhibición impúdica que implica el parto. ¿Pero defecar? Ahí están pues, todas las mujeres que sufren por el tema escatológico. Qué levante la mano quien no sufrió por estreñimiento. Cuando veo a alguien quejarse por un jefe injusto que lo trata con la punta del zapato, le recomiendo que lo imagine por un segundo en su estado más precariamente humano, haciendo caca. Ahí todos pierden el porte, la hidalguía, el aura mágica que les creamos alrededor, y bajan directo de lo onírico a un vil y terrenal water. Hasta el jefe máximo o la persona más refinada, estirada, alzada, importante o pipirisnice se sienta en un excusado y por un momento se convierte en un ser vulnerable. Y miren qué curioso, se le llama excusado al lugar donde expulsamos nuestros desechos. Es decir, el lugar donde pedimos disculpas por nuestras miserias.
En fin, mi discurso se fue por otro lado. No quería hablar de este tema tan incómodo. Aunque ahora que me acuerdo, Vargas Llosa en su libro “Elogio de la madrastra”, dedica un capítulo a las abluciones de Don Rigoberto, y describe el acto de defecar de una forma tan poética, tan descriptiva, tan sensorial. No puedo más que dejarlos con un extracto de su genialidad:

“…Se quitó la bata, la colgó detrás de la puerta y, desnudo, solo con las zapatillas puestas, fue a sentarse en el excusado, al que separaba del resto del baño un biombo laqueado con unas figurillas danzantes de color celeste. Su estómago era un reloj suizo: disciplinado y puntual se vaciaba siempre a estas horas, totalmente y sin esfuerzo, como dichoso de desembarazarse de las pólizas y rémoras del día.
Desde que, en la mas secreta decisión de su vida –tanto que probablemente ni Lucrecia llegaría a conocerla a cabalidad– decidió, por un breve fragmento de cada jornada, ser perfecto, y elaboró esta ceremonia, no había vuelto a experimentar los asfixiantes estreñimientos ni las desmoralizadoras diarreas.
Don Rigoberto entrecerró los ojos y pujó, débilmente. No hacía falta más: sintió al instante el cosquilleo bienhechor en el recto y la sensación de que, allí adentro, en las oquedades del bajo vientre, algo sumiso se disponía a partir y enrumbaba ya por aquella puerta de salida que, para facilitarle el paso, se ensanchaba. Por su parte, el ano había empezado a dilatarse, con antelación,
preparándose a rematar la expulsión del expulsado, para luego cerrarse y enfurruñarse, con sus mil arruguitas, como burlándose: «Te fuiste, cachafaz, y nunca más volverás». Don Rigoberto sonrió, contento. «Cagar, defecar, excretar, ¿sinónimos de gozar?», pensó. Sí, por qué no. A condición de hacerlo despacio y concentrado, degustando la tarea, sin el menor apresuramiento, demorándose, imprimiendo a los músculos del intestino un estremecimiento suave y sostenido. No había que ir empujando sino guiando, acompañando, escoltando graciosamente el desliz de los óbolos hacia la puerta de salida. Don Rigoberto volvió a suspirar, los cinco sentidos absortos en lo que ocurría dentro de su cuerpo. Casi podía ver el espectáculo: aquellas expansiones y retracciones, esos jugos y masas en acción, todos ellos en la tibia tiniebla corporal y en un silencio que de cuando en cuando interrumpían asardinadas gárgaras o el alegre vientecillo de un cuesco. Oyó, por fin, el discreto chapaleo con que el primer óbolo desinvitado de sus entrañas se sumergía –¿flotaba, se hundía?– en el agua del fondo de la taza. Caerían tres o cuatro más. Ocho era su marca olímpica, resultado de algún almuerzo exagerado, con homicidas mezclas de grasas, harinas, almidones y féculas rociadas de vinos y alcoholes. Habitualmente desalojaba cinco óbolos; partido el quinto, luego de unos segundos de espera para dar a músculos, intestinos, ano, recto, el tiempo debido a fin de que recobraran sus posiciones ortodoxas, lo invadía ese íntimo regocijo del deber cumplido y la meta alcanzada, la misma sensación de limpieza espiritual que lo poseía de niño, en el colegio de La Recoleta, después de confesar sus pecados y cumplir la penitencia que le imponía el padre confesor. «Pero limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma», pensó. Su estomago estaba limpio ahora, no cabía duda. Entreabrió las piernas, agacho la cabeza y espió: esos volúmenes cilíndricos y parduzcos, semiahogados en la taza de loza verde, lo probaban…”

Ahora la Maya regresa a su dieta, prohibida de carnes, grasas y alcoholes, y de lo peor de todo, de hacer siesta después del almuerzo. Me toca pedir perdones, Dios quiera como Don Rigoberto.

7 comentarios:

Dakota Marly dijo...

Cuentas muchas cosas...
me agrada eso, parece como un diario..
bueno me encanta tu blog, esta muy bueno..
sigue escribiendo!!
te invito que pases por el mio,
nos vemos
saludos

Amelie dijo...

jajajaj Gastritis, sí, le encantan las mujeres.. un abrazo,me encantó el post te sigo desde hoy ;)

Anónimo dijo...

¡¿porqué estas escribiendo tan pocos post?!!!
Espero que no sea por flojera...

Giselle Klatic dijo...

Porque la vida de la Maya está bastante agitada... yo no diría flojera sino que solo tengo dos manos y un cerebro, pero prometo que mañana me tomo mi cafecito y posteo...

Anónimo dijo...

Se agradece... y disfrute su cafecito en el starbucks!!

Giselle Klatic dijo...

De nada, para mí es un placer escribir y también tomar fotos, te invito a que visites mi nuevo foto blog y me des tu opinión: giselleklaticfotografias.blogspot.com

saludos!!!!

David Cotos dijo...

Ja ja buena historia. Entonces a comer lento.