miércoles, 26 de noviembre de 2008

Corte de pelo

Mi hija quiere ser Rapunzel. Está con el pelo largísimo y no hay forma de convencerla para llevarla a la peluquería. La última vez salió llorando del lugar porque me empeciné en hacerle cerquillo. Cuando se miraba al espejo se levantaba el pelo de la frente con rabia y me decía, ¡mamá, quiero mi peinado de antes! El pelo crece hijita, le contestaba yo, sin adivinar que también crecería su odio hacia el peluquero.

Asumo que habrá pasado un año desde ese episodio, tiempo suficiente para cortar con su trauma. El pelo le llega a la cintura, lo tiene lacio y en las puntas se le forman unos bucles coquetos que cuando los estiro alcanzan su rabadilla. Por supuesto, ya no existe el cerquillo sino un sensual peinado a la cachetada que intento controlar con ganchos (no aptos para lacias) que siempre terminan colgando por algún lugar de su alborotada melena. Esa fue la razón por la que decidí hacerle un flequillo cómodo, para acordarme que tenía dos ojos y tirar a la basura aquellos ganchos resbaladizos.

Desde hace un buen tiempo, todos los fines de semana me digo lo mismo: este es el día. Pero como siempre tengo mil cosas que hacer, al final termino aplazando la cita con las tijeras. Aunque la verdadera razón por la que evado al peluquero es porque no quiero amargarme el fin de semana llevando a la niña a rastras o hacer una intensa chamba de negociación que termina dejándome exhausta y con la billetera vacía. Así que para hacer tiempo en el largo trayecto que será llevarla a la peluquería (imagino lo que será la cita con el dentista, ¡por Dios!), decidí ir yo. Ya me tocaba, parecía que me había solidarizado con la rebeldía de mi hija y estaba siguiendo sus pasos, ¡parecía virgen de pueblo! ¿Cuándo había sido la última vez que visité un salón de belleza? ¿Seis meses? ¡Horror!

Decidí sacar una cita con Carlo, un estilista de moda. Dos amigas del trabajo se cortan con él. Es churrísimo, me dijeron, ¡y no es gay! Yo solo quería verme diferente y necesitaba una buena mano, así que el cacharro o la opción sexual era lo de menos.
El mismo día que llamé por teléfono separé el horario de 2 a 3 de la tarde. Corrí mi hora de almuerzo pensando, ilusamente, que por tratarse de una peluquería cara serían puntuales. Por supuesto llegué a la hora acordada y tuve que esperar sentadita con revista en mano, alrededor de una hora, mientras el susodicho terminaba de cortarle el pelo a una clienta. Me gané con todo el parloteo. Que no tienes que matarte haciendo ejercicios, solo tienes que comer poco pero varias veces al día para no engordar. Mírame a mí, le decía él a la señora entrada en carnes. Y efectivamente, el sujeto era un alfeñique, demasiado flaco para mi gusto, de pelo rizado y amarrado a la loca en una media cola. Por dónde estaba lo churro, no sé. Creo que porque era argentino mis amigas cayeron rendidas con su acento. Bonitos ojos, sí, debo reconocer. El caso es que se pasó mi hora de “almuerzo” y tuve que llamar a mi jefa para decirle que me iba a demorar un poquito. Ah no, me dijo, tienes que venir… ¡pero regia!

Cuando llegó mi turno, el hombre me preguntó qué quería con mi pelo, aunque él sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo único que le dije es que no me gustaba muy corto ni esponjado. ¡El secreto está en el movimiento!, tu pelo necesita movimiento y vida, me dijo. Ahora lo tienes aplanado y opaco con tanta crema para peinar. Es preferible el volumen a tener un pelo muerto. Yo me quedé calladita, quería dejarlo trabajar. Lo peor que me podía pasar era que después tuviera que usar el doble de producto para controlar el frizz. Así que me senté confiada frente al espejo y dejé que me pusiera un babero gigante y atigrado. Fue divertido verlo trabajar. No encontraba los clips que buscaba con desesperación en las gavetas, se le caían el peine y las tijeras (creo que lo puse nervioso), alzaba los mechones concentradísimo, con una seriedad dramática, y mis rizos desteñidos volaban traviesos, formando un círculo a mi alrededor. Lo que más me gustó fue ver cómo cortaba con la tijera en forma vertical, con una agilidad juguetona, moviendo los brazos como director de orquesta. Y el toque final fue el mousse. Tu pelo se va a acostumbrar al producto y lo vas a poder controlar como tú quieras. Y por favor, agregó, ¡olvídate de la rayya al medio!

La visita al peluquero cumplió su cometido, momentáneamente. Salí sintiéndome regia, diferente, con olor a nuevo. Por la noche llegué a mi casa entusiasmada, con la intención de que mi hija se anime al corte de una buena vez, después de ver a su mami con un nuevo peinado. Entré al baño donde ella estaba chapoteando y se quedó mirándome largo rato, tratando de adivinar qué había pasado conmigo. ¿Te gusta? —le dije, moviendo la cabeza como Verónica Castro—. ¡No mami! ¡Quiero tu peinado de antes! ¡Es mi nuevo corte hija! ¡No me gusta!, repitió molesta. De pronto, me sentí irritada y me vi a mi misma haciendo puchero, ¡me había ofendido con el comentario de una niña de cinco años! El colmo. ¿Había ido para convencerla o para obtener su aprobación?

Al cabo de un par de días las dos nos acostumbramos a mi nuevo look. Ella no volvió a mirarme raro y yo ya no me sentía tan regia como al principio. Es verdad que mi pelo está sano, nada esponjado y con los rizos definidos —debo reconocer la maestría del estilista—, pero sigo siendo yo. Y así será siempre, aunque me empeñe y luche contra la corriente. Lo que sí puedo hacer es conseguir un mousse para manejar mis emociones, para observarlas desde afuera y dejarlas fluir. Como dice Carlo, ¡el secreto está en el movimiento!

miércoles, 12 de noviembre de 2008

My pineapple night

¿Qué es lo que comes cuando te sientes abatida por la vida? ¿Helados? ¿Chocolates? ¿Comida chatarra? Y qué pasa cuando estás abatida y encima a dieta, se produce una verdadera revolución en tu cerebro. El sábado pasado fue mi día pico de crisis, un viejo amor se casaba. Era la boda de mi mejor amigo y justo coincidía con el inicio de una dieta estricta (ya se avecina el verano que no perdona rollos ni celulitis), así que no podía atragantarme con chocolates y tortas para aminorar la pena.
Mala mezcla. Depre y dieta no van juntas. Necesitaba glucosa a como de lugar para calmar mi ansiedad y levantar el ánimo. No en vano dicen que el chocolate estimula el sistema nervioso y contiene la misma sustancia que se produce en el cerebro cuando estamos enamorados (feniletilamina). Pero no podía caer, entonces recurrí a un paliativo. Fui a Wong y compré la piña golden más grande y apetitosa: madurita, amarilla, brillante, a punto de estallar de dulzura; y busqué en mi pequeña colección de dvds alguna película para matar la noche. Tenía varias sin estrenar, además de algunas cintas antiguas muy buenas, pero no me provocaba nada denso, trágico o violento. Inclusive Woody Allen me parecía demasiado para ese momento y, pasando de Orson Welles a Fellini y Chabrol, me encontré con un dvd que me llamó la atención, parecía que era la primera vez que lo veía. Era del director Wong Kar Wai, primer punto a favor, y el nombre de los actores terminó por convencerme: Jude Law y mi cantante favorita, Nora Jones, la que me acompaña en mis tediosas sesiones de pesas en el gym. A lo que no le di mucha importancia fue al título del film, que estaba en castellano (“El sabor de la noche”), y recién cuando puse la película me di cuenta de que mi inconciente me había jugado una mala pasada. El nombre en inglés era “My blueberry nights” y durante los primeros veinte minutos del film los personajes principales se dedican a comer y a comer. Ella, un apetitoso pye de blueberrys y él, algo parecido a un pye de limón. Así empieza el romance. Lo gracioso es que cada vez que los protagonistas se encontraban en el café de Jeremy (Jude Law), y luego de comerse un pye entero cada uno, ella se quedaba dormida en la barra con la boca manchada de crema, como si se hubiera emborrachado con el pye (en ningún momento vemos que bebe una gota de alcohol, aunque lo sugieren con esa toma).
La trama de la película es simple. Elizabeth (Nora Jones) hace un viaje de casi un año por Estados Unidos para huir de una decepción amorosa y, gracias a las experiencias dolorosas de otros individuos que encuentra en su viaje, logra superar su pena. Lo que no sabía era que solo tenía que cruzar una calle, saliendo de su departamento, para encontrar el amor, detalle que me hizo acordar a Angel y su perseguida flor de los siete colores. Pero, más allá de la historia y de la buena interpretación de los actores, lo que más emociona del film es la forma en que transmite las emociones gracias al manejo de la imagen, tratada como una verdadera obra de arte: la oscuridad en contraste con los colores saturados, que le dan un mood de ensueño, fortaleciendo la idea del viaje interior del personaje; los encuadres sumamente originales que, incluso, en algunos casos, te distrae de la trama y de los diálogos; la inserción de tomas rápidas de primeros planos del arándano bañado en leche (o eso parece) para transmitirnos el placer que están sintiendo los protagonistas en sus noches de tertulia. Y, por supuesto, la banda sonora. Definitivamente hice una buena elección con esta película y, aunque quería comerme la pantalla, me sentí aliviada, igual que Elizabeth, después de ver las desgracias amorosas de los demás. Me di cuenta de que lo mío pasaba piola. Eso sí, gracias a esta película he sumado una imagen a mi lista de fantasías amorosas: que un hombre —como Jude Law, por supuesto— me despierte con un beso después de haberme emborrachado con una deliciosísima torta de chocolate (me permito cambiar el ingrediente porque no soy fanática de los arándanos). Qué puede ser más tierno, más dulce, más cinematográfico. Y claro, en mi fantasía no puede faltar un detalle, una buena cantidad de colágeno para que mis labios luzcan igual de carnosos que los de la Jones.

Qué imagen adorable, enamorarte con un dulce de por medio, de alguien que te escucha y te apapacha. De un amigo. Por eso digo que es imposible que exista la amistad entre hombre y mujer. Siempre alguno termina involucrándose con el otro, más allá de una relación meramente amical. Y si ocurre con los dos pues ¡lotería! En mi caso, en dos ocasiones he tenido que bajar del coche a dos mejores amigos, y tristemente terminar con la amistad. Solo una vez me ha pasado lo contrario. Fue lo que me ocurrió con Abel.

Hace tiempo lo conocí por temas laborales e iniciamos una bonita relación solo por mail. La amistad fue creciendo y mi corazoncito latiendo, aunque él me contaba de su relación con su enamorada y yo le relataba acerca de mis experiencias fallidas o de mis nuevos salientes. Nos entendíamos a la perfección. Teníamos los mismos gustos, los mismos objetivos y hasta coincidíamos en nuestros sueños y planes de vida, así que seguimos carteándonos y chateando más o menos por un año. Nos contábamos todo y nos consolábamos cuando uno de los dos tenía un problema. Casi nunca nos veíamos personalmente porque sabíamos que existía una fuerte atracción entre nosotros y ninguno de los dos se atrevía a proponerlo, pero el día que me contó que había terminado con la novia me animé a dar el primer paso. Le envié una torta como regalo de cumpleaños a su oficina, el mismo día de su santo. Los hombres normalmente no son fanáticos de los postres, suelen reemplazar la adicción del azúcar por la del alcohol, pero este chico me hacía la competencia en mi dulce debilidad. Y el detalle de la torta era que, se suponía, la había hecho yo. No podía decirle que mi mamá era la verdadera autora de aquella delicia y dejarla como una Celestina. Así que tuve que mentir por partida doble. A él le dije que mis manitas habían hecho esa bomba adictiva rellena de fudge y Nutela, y a ella le dije que era un regalo para una amiga de la oficina. Abel quedó encantado con el detalle y me invitó a su departamento para compartir la torta, claro, con una copita de algo más. Recuerdo que esa noche fue una de las más dulces y estimulantes de mi vida, y también una de las más crueles y decepcionantes. Nos sentamos en la mesa de la cocina de su departamento, bastante acogedora y amplia, y nos dedicamos a cucharear la torta directamente de la fuente. Era la tercera vez que nos veíamos y nos sentíamos muy raros hablando mientras no mirábamos a los ojos. Pero algo no andaba bien, no sólo olía a chocolate en el ambiente. El me lo explicó en pocas palabras: He vuelto con mi novia y me voy a casar. Quiero que esta noche sea nuestra despedida. Sentí que la torta se me atracaba en la garganta y que mi corazón era una barra de chocolate amargo partido en mil pedazos. Además, la mezcla del traguito ese, pisco para ser más exactos, con el dulce estallaron en mi estómago y lo único que quería en ese momento era salir corriendo. Pero él no me dejó. Nos abrazamos, nos besamos y nos despedimos entre lágrimas. Yo no quise llegar más allá.

Así fue mi pineapple night. La pasé viendo una película que lo único que hizo fue hacerme revivir aquel evento desafortunado, mientras mi “mejor amigo” estaba celebrando a lo grande. Pero, le saqué algo positivo al asunto. Logré encontrar respuestas en las experiencias ajenas, aunque ficticias, con ciertos momentos de acidez que me hicieron pestañar, pero satisfecha por no haber caído en la tentación de lanzarme al refrigerador para devorar el manjar que tenía guardado para los panqueques de mi hija. Así que la próxima vez que esté abatida y a punto de salir de mi dieta, ¡piña!, nada mejor que ese diurético natural que hace eliminar mi líquida ansiedad.