lunes, 25 de agosto de 2008

Seguimos vivos

Después de haber tomado ocho aviones en once días, y a menos de una semana de mi regreso, es imposible no sentir una conmoción emocional después de ver el siniestro ocurrido en Barajas. 153 muertos en un avión que nunca despegó. Entre ellos, veinte niños y dos bebés.
Cada vez que subo a un avión trato de evadir las indicaciones de seguridad. No quiero ver a la señorita haciendo los gestos para ponerse el cinturón, flotador o mascarilla de oxígeno, ni saber nada acerca de la cartilla que está en el bolsillo del asiento delantero. Simplemente, le pongo luz blanca al avión, me persigno y cierro los ojos en el momento del despegue. Tampoco se me ocurre tomar pastillas para dormir. Qué impresión tan grande sería encontrarte con la muerte en pleno sueño. Si voy a morir tendré que saberlo, estar conciente y preparada para recibirla con honores.
Sé que el despegue y el aterrizaje son los momentos más peligrosos de los vuelos. Y uno nunca puede habituarse a esa sensación de vacío en el estómago cuando te ves flotando a miles de metros de altura. ¿La máquina le sirve al hombre o el hombre está a merced de la máquina? Siempre me maravilla el hecho de estar suspendida, tan separada de la estabilidad material —aunque las aerolíneas traten de compensar ese hecho con las ventas por catálogo, ¡más barato que en el aire no encuentras!—. Por eso, los aviones son un buen lugar para imaginar lo inimaginable, nos volvemos más reflexivos, más intuitivos, no hay duda de que estamos más cerca del cielo. Y si bien, uno nunca deja de sorprenderse ante el milagro de la ascensión, después de pasar tantas horas de avión en avión aprendes a reconocer y diferenciar el más mínimo ruido o agitación. El chirrido de las llantas sobre el pavimento y la velocidad que te pega al respaldar del asiento antes del despegue, el movimiento de las llantas cuando se alzan, el sonido agudo del decolaje, las sacudidas de las turbulencias, las pérdidas de altura. Mi juego entre vuelo y vuelo era calificar los aterrizajes. Qué tan suave desciende el avión, si no se te tapan los oídos es una buena señal. El cálculo exacto para abrir el tren de aterrizaje y deslizar las llantas en una alfombra. Los mejores, sin duda, los de Alitalia. No estoy acostumbrada a hacer viajes largos y no sé si es habitual lo que vi, pero tanto en el viaje de ida y como en el de vuelta, la gente agradeció con aplausos la llegada a tierra firme. Es que los vuelos nos confrontan con el deceso, más aún sin duran tantas horas. Un avión es un recinto de tensión, la ansiedad está ahí, acumulada, a punto de estallar. La idea de muerte está en cada alma inquieta y esa energía se hace palpable, nos acecha por las ventanillas, nos sostiene, nos vigila, nos espera. Al final, no queda más que dejar libre doce horas de miedo, inestabilidad y aburrimiento en sonoros aplausos. Al escucharlos, yo también quise aplaudir, y me sentí identificada con esa especie de viajeros angustiados. Todos habíamos estado con el alma pendiendo del avión. Nos imaginé colgados de las alas, el fuselaje y la cola. Marionetas bailando al vaivén del viento, dejándonos zarandear con la fuerza de una revolución que parece externa, pero que en realidad viene de nosotros mismos.
La primera noche que estuve en Lima después del viaje, mi cuerpo aún no había aterrizado. Al poner la cara en la almohada y cerrar los ojos, todavía podía percibir las maniobras del avión, las inclinaciones, las subidas y bajadas. Y no era desagradable, al contrario, era un arrullo que me hacía acordar a las largas horas de mi infancia flotando en el mar. En esa época me pasaba lo mismo cuando llegaba a mi cama por las noches, sentía un delicioso mareo que me adormecía. Finalmente, estar en el cielo es como estar en el mar. Pura inestabilidad, y la inestabilidad hace que nos confrontemos. Los viajes pueden llegar a ser pequeñas crisis que nos movilizan y nos reubican. Y aquí seguimos. No nos queda más que sentirnos privilegiados por haber tenido la oportunidad de mirar un poco más adentro, y agradecerle a Dios por seguir vivos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

qué bonitas las fotos del viaje, me quedé con ganas de ver más, puedes poner más?!?!

Dylan Forrester dijo...

"...y agradecerle a Dios por seguir vivos". Buen final, y que me lleva a meditar en que casi siempre solo nos acordamos de Dios en los momentos dificiles o cuando nuestra vida corre peligro. Por lo demás ni nos interesa. Me da cosa creer que humanamente seamos tan duros y/o insensibles para buscar a Dios cuando todo va aparentemente bien.
Gracias a Dios por tu vida, por traerte sanita y por estar de vuelta por aquí.

Un abrazo...

Giselle Klatic dijo...

Gracia Jorge, qué lindo comentario!
Saludos!