domingo, 25 de noviembre de 2007

Héroe de papel


Esa tarde me dediqué a observarla. Ya la había visto otros días en el mismo lugar, en la última mesa del corredor que daba a la calle, pero esta vez se veía alarmada e impaciente. No dejaba de mirar a la puerta y entre sus manos tenía una servilleta que le había servido para hacer improvisadas figuras de origami: un avión que luego se había convertido en barco y que jugaba a encogerse y alargarse entre sus manos. Aburrida, lo volvió a deshacer y procedió nuevamente a doblar. Era un tarea que hacía mecánicamente y sin prestarle mucha atención. Finalmente, irritada por la aparente espera, terminó por deshacer un pájaro y de mala gana arrugó la servilleta y la echó con gesto displicente en la taza de café. Estuve tan atento a sus maniobras y encariñado con sus creaciones que casi pude ver cómo el papel iba absorbiendo el líquido negrusco y se teñía, haciéndose cada vez más frágil. En ese preciso momento entró un joven con apariencia de yupi de Wall Street y se sentó en la barra. Ella quedó paralizada, era evidente que era la persona que estaba esperando hacía media hora. Se le quedó mirando mientras se mordía una uña y dejaba caer los dedos de su otra mano alternadamente sobre la mesa. Pasaron unos minutos y pareció haber encontrado una respuesta. Volteó súbitamente para coger su cartera y sacó un lapicero, tomó una servilleta y escribió algo de unas tres líneas. Lo dobló y le pidió al mozo que se lo diera al joven. Luego salió rápidamente del café. El yupi en cuestión recibió el mensaje, lo leyó e hizo un gesto de búsqueda en dirección de la última mesa que le había señalado el mozo. Luego sonrió burlonamente, lo arrugó y lo echó en el plato con restos de papas fritas y ketchup.

Este evento me había dejado inquieto. Ver a esa jovencita, no muy agraciada por cierto, con aire de intelectual y evidentemente desesperada por aquel hombre me había puesto nervioso. Volví a pensar en ti, aunque desde el incidente no puedo dejar de hacerlo cada minuto, pero después de ver a esa muchacha te me presentaste tan vívidamente que no pude contener algunas lágrimas. No te veo hace tanto tiempo, todavía me asusta que estés sola, en otro país, a merced de cualquier desgraciado que te rompa el corazón. Pero claro, tú eres linda… peor aún, ser muy linda en este mundo también es un problema y para ti fue una desgracia. Siento mucho nuestra pelea de la última vez, fui muy grosero contigo y hasta hoy no puedo llamarte, no me dejan. Sé que te quedaste muy alterada y en el camino te volviste a topar con aquel infeliz que se quiso aprovechar de tu soledad, de nuestra soledad mi amor. Si yo hubiera estado a tu lado, nunca hubiera permitido que te trataran como aquella servilleta inservible que luego es arrugada y tirada sobre los restos de un caníbal. Pero mejor te sigo contando para que sepas lo que hice por ti.

A las siete salí del lugar y me fui caminando a casa. Todavía seguían las bocinas, los cambistas, la gente que iba y venía, siempre apurada, subiendo a los taxis y a los micros. El pavimento vibraba bajo mis pies, era toda esa urbe adolorida que parecía estar gritando auxilio. Y yo, escuchándolos a todos, a toda esa calle que volaba y me oprimía. Me fui directo a un grifo y me compré una botella de pisco. Acá no tengo pisco, ni nada, apenas ayer pude ver el jardín hermoso por donde caminas. Ya vi cómo les sonríes a todos con tu vestido blanco y a mí ni me miras, ¿sigues enfadada conmigo?

A la mañana siguiente me desperté pensando en mi nombre: Elías Aguirre. Irónico no? un nombre de héroe para alguien que no ha hecho nada importante en la vida. Otra vez comenzó a torturarme esa idea, en unos veinte años más, si tenía suerte, me moriría sin haber dejado algo que me perpetuara. Miré por la ventana para ver si me animaba un poco, era uno de esos días opacos, el invierno había llegado con toda su insolencia y del mar se aproximaba una neblina densa y una sensación húmeda que me calaba los huesos. De inmediato lo relacioné con mi rodilla, me la había malogrado en un partido de fútbol por tratar de seguir creyéndome un muchachito. Esa rodilla me traería problemas más adelante, lo sabía. Seguí colgado del paisaje, tratando de ver al menos un poco de espuma y algún brillo en aquellas aguas plomas, pero fue inútil, la neblina ya se había desplazado tapándome el horizonte y ahora tenía en frente a un montón de vejestorios practicando una especie de danza ridícula que se había puesto de moda. Cerré la ventana, me dio escalofríos imaginarme a mí en esas danzas, todavía no estaba tan viejo, pero estar solo me había echado encima un paquete de años que no me correspondía. ¿Sabías que ya no tengo ventana? Ahora tengo neblina por los cuatro costados y la rodilla, esa rodilla me tiene aquí sentado todo el día. Pero mañana seguro te vuelvo a ver y cuando sepas como terminó todo me vas a perdonar y vamos a volver a escuchar a Louis Armstrong. ¿Te acuerdas que lo poníamos todos los domingos cuando preparábamos juntos la cena? Ese día estaba desesperado, con la impotencia de no poder volver a verte, así que salí dispuesto a ser por fin un hombre digno de llevar mi nombre, a ser tu héroe chiquita.

A las seis de la tarde volví al cafetín. El lugar parecía oler a ti, no entendía bien qué sucedía hasta que me di cuenta de que en los parlantes sonaba Mack the knife, eras tú mi vida, anunciándomelo todo. Me puse un poco nervioso, ya no tenía dudas de lo que pasaría, a pesar de que no veía a la muchacha en el lugar de siempre. Pero a quien sí vi fue al yupi con su mismo plato de bistek con papas, devorando, sin ver a nadie más a su alrededor. Me quedé hipnotizado viendo a esa bestia que deglutía sin parar y cuando menos lo esperé llegó el mozo nuevamente con una servilleta doblada. Giré la cabeza hacia la última mesa del corredor y la vi a ella, esta vez no había huido, sino que esperaba conteniendo la respiración, mirándolo fijamente. El le devolvió la mirada y sin quitarle los ojos de encima se limpió la boca con el mensaje, lo arrugó y esta vez lo echó en la taza de café a medio terminar. Ahora aquella servilleta estaba corriendo la misma suerte que las figuras de origami que hacía la muchacha, la misma suerte que corriste tú hijita, ahogada en un pozo negro, cada vez más frágil, flotando y deshaciéndote, con alguna súplica borrada en el fondo de la taza. No quise voltear a mirarla, humillada, solo me paré, me dirigí a la barra y tarareando el inglés ronco de Armstrong tomé el cuchillo del bistek y se lo clavé en el estómago (para que no pudiera digerir su último bocado). El hombre cayó de la silla con cara de horror y se agarró el vientre ensangrentando pidiendo ayuda. Yo me lo quedé mirando, cantando ahora sí a voz en cuello y esperando por ti.

martes, 6 de noviembre de 2007

Ropa sucia



Eran las tres de la mañana. Bernardo la vio cruzando la pista. Llevaba un abrigo largo, hasta los tobillos. Se paró en la plaza San Martín y encendió un cigarrillo. No parecía temer nada, a pesar de que era un blanco fácil para los pirañitas de la zona. Pero los chibolos que pasaron por su lado la trataron con familiaridad, se quedaron conversando un rato y luego se fueron, después de que ella les diera un paquete pequeño dentro de una bolsa blanca. Bernardo no pudo evitar la curiosidad, aquella mujer parecía su salvación después de haber pasado una noche bastante aburrida. Se acercó resuelto a entablar una charla con ella. Hola, ¿no te da miedo estar aquí tan solita? Ella lo miró de reojo y botó una bocanada de humo. Ya te había visto y no pareces del tipo violador de esquinas, además creo que el que debería tener cuidado eres tú. ¿Ves a esos chiquillos? —dijo señalando con el cigarrillo hacia el cine Colón—, ya te están tazando, cuando te vayas te van a atracar. Bernardo se puse un poco nervioso y volteó a mirar. Efectivamente, había dos de ellos merodeando en una esquina. Alrededor la calle estaba desierta. No pareces ser de por aquí, nunca te he visto. A veces me vengo a tomar unas chelas al Munich. Y ¿estás solo? Sí. Entonces te aconsejo que me invites una chela si quieres salir vivo de aquí, vamos. Bernardo aceptó la propuesta de la mujer, no por miedo sino por puro sentido de aventura.

Bajaron al bar y pidieron una jarra. Ella encendió otro cigarrillo y se le quedó mirando. Él también la miró como pocas veces miraba a una mujer: de frente, directo a los ojos. Los tenía tan negros que parecían dos túneles por donde uno podía perderse. Bernardo sintió una ligera sensación de angustia que cerró su garganta, tal vez era el bate que se había fumado antes de salir del bar. Ella se quitó un mechón que le caía sobre la frente y apoyó la mano del cigarrillo debajo de la quijada. Los rizos desordenados de su pelo enmarcaban un rostro rudo, y el humo y la poca luz la hacían ver como una aparición fantasmal. Él la siguió mirando, y su cara comenzó a transformarse, la vio como a una fiera: salieron un par de colmillos de su boca, la nariz erizada de aletas abiertas exhalaba un vapor furioso, y su mano apoyada en la cara era una garra. Bernardo cerró los ojos por un momento y los volvió a abrir, al fin les habían traído la jarra y tomó un trago. Estoy buscando mi ropa, dijo la mujer con la mirada perdida. Me la robaron, la tenía pegada a la piel y era roja. Su voz era más grave y con una cadencia mortuoria. Qué interesante, pensó él, esta mujer está loca, y comenzó a subirle una sensación de euforia que lo puso colorado. Ella volvió su mirada hacia él y le dijo: a ti hay que quitártela, por eso has venido a buscarme ¿no? No en realidad, no lo planeé, pero ya que lo mencionas, puedo dejar que me la quites. Y le alargó una sonrisa con sus ojos semi dormidos, sintiendo que ahora la euforia se alojaba debajo de su pantalón. Tú y yo no somos iguales, no sabes lo que es estar metido en la mierda. Volteó la cara con amargura. Él levantó su vaso e hizo un gesto de brindis para que ella le devolviera sus ojos. Y tu ropa, esa que estás buscando, ¿por qué te la robaron? Porque estaba sucia, pero era mi ropa y yo podía haberla limpiado. No te apenes, seguro puedes ponerte otra más bonita. Ella levantó la mirada y le lanzó sus ojos furiosos. No entiendes nada, le dijo. Tal vez, a veces soy un poco bruto, no te molestes, si quieres yo te ayudo a buscarla, y le tomó la mano. Ella hizo un gesto ambiguo con la boca, podía ser un intento de sonrisa o una señal de fastidio. Ahora estoy desnuda y vulnerable y cualquiera puede tomarme, por eso llevo mi navaja. Metió la mano al bolsillo y sacó un cuchillo pequeño con una punta fina. Con esto me defiendo. Eres pata de los chibolos de por acá ¿no? Sí, a veces les dejo unos sánguches que me prepara mi mamá, pero yo no los como, no confío en esa bruja, por su culpa me robaron mi ropa. Deberíamos irnos, acá estamos rodeados de demonios. ¿Demonios? Pero si los demonios no existen, nosotros los creamos y están aquí —dijo él tocándole el corazón con el dedo índice. Hacer eso fue como apretar el botón de una bomba, la mujer se lanzó sobre Bernardo y le volteó la cara de un bofetón. Él se quedó paralizado, viendo cómo ella acercaba su cara poco a poco, hasta rozarle la punta de la nariz. ¡No te metas conmigo!, ¿quieres que te de otra? No, le dijo él, manteniendo su cara firme, no me gusta que me peguen. Entonces vámonos de una vez de aquí. Ella tomó su mano y de un jalón lo sacó de la silla.

En la calle, Bernardo caminaba como un zombi a su lado, con miedo pero sin poder reaccionar. Se dejó llevar hasta un callejón y entró a un cuartucho oscuro que tenía una tarima, una mesita de noche y una silla. Había una cómoda con los cajones abiertos y con ropa colgando. Olía a humedad y a aquel tufo salado que había sentido en su piel cuando la tuvo tan cerca. Desde ese momento lo que sucedió pudo haber sido obra de su imaginación. Ella se quitó el saco, tenía puesto un camisón delgado que apenas le cubría el cuerpo, comenzó a desvestirlo y a besarlo sin respiro. Él la ayudó con la correa, el cierre de su pantalón, los zapatos. Cuando menos lo esperó estaban tendidos en la tarima. Ella se pegó a él como una sanguijuela, succionando su miembro desde un hueco negro y húmedo, dejándolo aferrado al colchón como por una fuerza centrífuga. Él pudo ver claramente cómo sus manos se alargaban, metiéndose dentro de unos pechos que se abrían y cerraban como pétalos carnívoros. Abrió más los ojos, tratando de recobrar la lucidez, pero aquel trance era más fuerte que él. Sus alucinaciones no cesaban. Aparecía y desaparecía el rostro que vio transformarse en fiera, los demonios que él mismo había dejado salir, tocando esa piel blanda que parecía de hule bajo sus manos. Un fluido caliente subió por sus venas haciéndolo pestañar. Su cabeza comenzó a girar cada vez más rápido y una sensación de vértigo lo hizo caer. La luz de la ventana dio contra su cara.

Cuando Bernardo despertó ella ya no estaba. Sólo estaban él, su resaca y una sensación extraña de falta. El cuarto ahora tenía las paredes descascaradas y el piso de losetas desvencijadas. Se incorporó con dificultad y levantó su pantalón para buscar la billetera. Lo primero que vio fue el condón que no usó y que le restregaba en la cara lo imbécil que había sido. Luego se dio cuenta de que ella no podía haberse llevado nada porque los últimos soles que tenía se los había gastado en el bar. Trató de recordar cómo había sucedido todo pero las imágenes iban apareciendo desconectadas unas de otras, hasta que después, cuando llegó a su casa, pudo reconstruir los hechos y relatarlos guiado por las emociones que habían quedado grabadas, más que por el sentido lógico de la razón. Los días pasaron y aquella sensación de haber sido despojado de algo seguía latiendo, como una alarma que no dejaría de sonar hasta que despertara de un sueño letárgico. No fue sino meses después cuando por fin despertó y se dio cuenta de que verdaderamente algo le faltaba, su ropa no volvió a ser la misma.